Como
cualquiera bien sabe, es ingente la cantidad de palabras vertidas,
escritas y dichas sobre el afamado filólogo y filósofo de la
sospecha Friedrich Nietzsche, ya sea sobre su vida o sobre su
obra—cabe matizar aquí que filología y filosofía solo fueron los
campos más destacados de su prolija actividad humanística, en la
que nos encontramos también con una sana dedicación a la
composición musical y a la poesía; en opinión del que suscribe,
todo hay que decirlo, con bastante mala pata.
En
cualquier caso, nunca se dirá suficientes veces ni con la claridad
que ello precisa, que tenía un prominente bigote. El gran cepillo de
Friedrich Nietzsche, el mostachón por excelencia, ha deslumbrado a
la humanidad entera desde los tiempos en que el alemán escribiera El
Anticristo hasta hoy día.
Probablemente son muchas más las personas que sabrían explicar,
siquiera a groso modo, el pensamiento de Hobbes antes que el de
Friedrich Nietzsche y, sin embargo, ¿quién tiene la estampa del
filósofo inglés grabada a fuego en la mente, en tanto nadie
necesita que le recuerden que Friedrich Nietzsche era aquel filósofo
locuelo con un insigne bigotón? Algo en su mirada nos atrapa y
aterra, como el abismo frente al que él mismo nos advertía en una
de sus sentencias más célebres; pero no se trata de sus ojos de
lunático, pronunciados por la impresión efectista de un turgente
toro supraorbital que neandertaliza efectivamente su rictus
perturbado. No. Se trata, sin duda ninguna, de su bigote. Sin él,
nada en Nietzsche es diferente o siquiera destacable, como así se
puede extraer de sus imágenes de juventud, porque: ¿quién reconoce
la estampa del Nietzsche juvenil? ¿quién se para ante un fotografía
fortuita del personaje para decir: “Anda, mira, si es Nietzsche
cuando era muchacho”? Todo su poderío está confinado en su bigote
y si nos creemos su efusivo discurso sobre la voluntad es solo
gracias a su bigote y si la filosofía del martillo nos parece
verdaderamente martilleante es por obra de su bigote y si, en fin,
caemos en la tentación de dar alguna credibilidad a aquellos que
insisten en que había trazas de protonacionalsocialismo en su
pensamiento todo el mérito es, qué duda cabe, de su terrible
bigote. ¿Alguien se imagina que fuesen Voltaire o Descartes,
cualquiera de ellos dos, el autor de Así habló
Zaratustra? Nos habríamos
creído que se trataba de una broma. El bozo de Descartes solo daba
para su fantasía etílica sobre el genio maligno y, con respecto al
primero, ni siquiera tenía bigote. Así, Nietzsche vino a poner fin
a las divagaciones racionalistas de la modernidad, a poner en
entredicho la existencia de una moralidad universal mínima y a las
exclamaciones universalistas armado con su bigote; estaba harto de
tonterías y quería expresarlo claramente y poner fin a la farsa de
la deriva occidental, y para ello puso por delante su exagerado
bigote, como expresión de primera mano, frente a la actitud
decididamente lampiña de los hijos y nietos de la Ilustración.
Aunque las dos últimas líneas se acercan un poco al filósofo del que hablas, toda la concepción del artículo es mera marrullería. El bigotudo pagó y sigue pagando muy caro el estilo con el que eligió publicar su obra, aparentemente al alcance del entendimiento más romo. Su problema con el estilo, como el de Marx, consiste en que, estos dos filósofos, los más importantes del siglo XIX, estaban sinceramente implicados con el horror cotidiano en el que vivia su sociedad. Esto hace que el sentimiento de urgencia con el que escribían de pie a todo tipo de malinterpretaciones, incluyendo la tuya, que quizá creas muy ingeniosa, pero que ni lo es ni aporta nada.
ResponderEliminar¡ay, marrullería! ¡pero qué palabra más fea!
ResponderEliminarserá una obviedad que te diga que no estamos de acuerdo, claro.
te recomiendo, no obstante, que no te tomes ciertas cosas demasiado en serio. tampoco hay que sacar ínfulas de catedrático para hablar de los pitufos, ¿no?
¡gracias por pasarte y por el comentario!