martes, 27 de marzo de 2012

Ô estaciones Ô castillos


Si es verdad que existen cosas subjetivas fuera del mundo sensible, las bromas sin ninguna duda estarían situadas dentro de esta categoría. Por mucha entidad propia que una broma pueda tener, siempre viene configurada por el estracto cultural/psicológico de cada uno de sus receptores; tanto es así que incluso a algunos el humor blanco nos parece inapropiado y de mal gusto en cualquier ocasión. Por otra parte, sea cual sea la naturaleza de la broma, siempre hay una persona que la encuentra, al menos inicialmente, una acertada ocurrencia, una fuente de regocijo para el ser humano; a saber: su autor. Solo ante la reprobación pública se echará este atrás y llegará a admitir que, en realidad, la broma de que se tratara no era tanto una feliz agudeza como una simple y llana perogrullada. Hay que advertir que, en estos casos, el bromista es una desafortunada víctima de la presión social y que de lo que se está arrepintiendo, en el fondo, no es tanto de haber sido grosero como de tener que sufrir las iras y vitupendios que su descaro parece haber despertado. El animal social que todos somos y, sin ninguna duda, necesitamos ser, juega en este caso en contra del bienestar del sujeto. Es el mismo mecanismo que llevó al pusilánime Huysmans a renegar de su ocultista y por-mucho-que-todo-el-mundo-no-se-canse-de-repetirlo-nada-satánica novela La Bas, sufriendo un ataque de misticismo que le acompañaría hasta el final de sus días y que le ayudaría a parir un cierto número de tostones que desvalorizan su obra. Personalmente, siempre he encontrado que aquellas personas que son capaces de bromear por puro regocijo personal y disfrutar de ellos sin miramientos, sin importarles las reacciones ajenas o incluso el hecho de que sus interlocutores puedan ni tan siquiera estar advirtiendo que todo se trata de una broma, están investidas de una excelencia exquisita. Todo esto se me ocurre, a bote pronto, como inmediata reflexión sobre la historia de Léo Taxil, la cual, por cierto, no deja de guardar cierta relación con los devaneos ocultistas de poca monta del susodicho Huysmans.
Para lo que viene al caso, poco nos importa la biografía de Léo Taxil, pudiéndonos remontar directamente al momento en que, a finales del siglo XIX, comienza a dar vida a una serie de libelos y publicaciones anti-clericales, que son difundidos por toda Francia y que causan gran escándalo entre los sectores simpatizantes de la Santa Iglesia, que ya en esa época, como hoy día, no eran tantos pero sí eran aún muchos. Además de abrir la caja de los truenos que albergan los salones del Vaticano, esa que se pasa casi todo el tiempo abierta, su decidida y valiente militancia anti-clerical le hizo popular en París como periodista librepensador, lo que finalmente le llevó a ser admitido en la masonería, con reservas por parte de muchos de sus miembros. No duró mucho y a los pocos meses fue expulsado, y es aquí donde verdaderamente arranca nuestra historia, la historia de la broma de Taxil.
El Bafomet de la Nueva Era. Si no te mola Eliphas Levi no te enfades.
En 1885, dando un giro de 180º a su propuesta, Léo Taxil se convierte al catolicismo, expresando además el error de base que supondría el librepensamiento y arrepintiéndose en general de los errores anteriormente perpetrados, no solo en cuanto a los escritos y publicaciones sino, en definitiva, en cuanto a toda su actividad intelectual. Inmediatamente comienza a publicar una serie de libros cuya finalidad sería desenmascarar a la masonería que, lejos de conformar un grupo de humanistas e intelectuales que trabajan en pos del progreso de la humanidad, como normalmente se describen a sí mismos, vendrían a ser un grupo de adoradores del mal –ese señor con cuernos de macho cabrío que insiste en que nos masturbemos– y sus colaboradores más activos en el mundo terreno. La cosa sería así: en la base de la masonería se situaría una orden enmascarada, Palladium, que llevaría a cabo ritos luciferinos y tendría contacto físico con el mismo Satanás. El fundador de dicha orden sería Albert Pike, importante miembro de la masonería y contemporáneo de Taxil. El librepensador renegado se dedicó a difundir, en distintos escritos, la idea de que este grupo, Palladium, participaba activamente en la guerra en la tierra entre el reino de los cielos y el reino de Satanás, inspirándose en un esquema de cuño platónico ideado y popularizado por el Papa León XIII. Además difundió la obra El diablo en el siglo XIX, firmada por un tal doctor Bataille, quien habría conocido de primera mano la orden y sus infames prácticas, habiéndose infiltrado en las filas de Palladium con esa sola intención. En sus escritos el doctor Bataille ponía en evidencia a personajes de la masonería como Pike y desvelaba las intenciones de la orden secreta de acelerar la venida del Anticristo. Además, narra la historia de Diana Vaughan, una muchacha con ciertas habilidades mágicas a la que se pretendía convertir en suma sacerdotisa y figura central de Palladium y que, contrariamente a los deseos de sus miembros, acabaría huyendo de ellos y convirtiéndose al catolicismo tras una epifanía experimentada ante una imagen de Juana de Arco. Más tarde, Taxil difundió una obra firmada por la propia Vaughan, Memorias de una expaladista, donde ella misma narra sus desventuras satánicas y posterior conversión. Los escritos de Bataille, Vaughan y el mismo Taxil no carecen de valor mitológico y simbólico, gozan de una resuelta belleza literaria mística y presurrealista, tan característica de la época del decadentismo, con alusiones a la participación en los ritos de Palladium de demonios que escriben profecías sobre su espalda con su propio rabo o de gigantescos cocodrilos que tocan el piano para animar las ceremonias. El personaje central de todos estos ritos luciferinos sería Bafomet, el mismo de cuya adoración fueran acusados los caballeros templarios. Sin embargo ya no se trataría de aquel mismo Bafomet de los templarios, la criatura de tres rostros que guardaba similitud con ciertos demonios mahometanos, pero también con ciertas deidades de origen celta, sino el macho cabrío que descansa sobre el pentagrama, el Bafomet concebido no mucho antes por Eliphas Levi, personaje de notable influencia en todo el esoterismo conformado a lo largo del siglo XX, desde la Orden Hermética del Alba Dorada hasta el psicodélico Alistair Crowley y por lo tanto en todo lo que tenga importancia que haya venido después. Resulta simpático, por cierto, leer cómo ciertos estudiosos del esoterismo se muestran sinceramente irritados ante la tergiversación de la iconología llevada a cabo por Levi.
El bueno de Albert Pike lo flipó durante 12 años.
Sobra decir que en el Vaticano se entusiasmaron con la conversión y con la aportación de Léo Taxil, que se transformó de la noche a la mañana en una respetada eminencia intelectual del catolicismo, cuyos cabecillas tenían un íntimo interés en dar credibilidad a cualquier difamación que se vertiera sobre los masones y en participar en su difusión activamente. El propio León XIII le dio audiencia, repudiando a aquellos de entre el seno de la Iglesia que trataron de enmendar el error y defender el buen nombre de Albert Pike. La señorita Vaughan pasó engrosar el imaginario católico, como inocente heroína que había escapado con tenacidad de las garras de Lucifer. Aquellos dentro de la Iglesia que presumían de conocerla –fueron muchos los que lo afirmaron– la describían como a una muchacha pura y encantadora. Esta historia se prolongó durante más de diez años, hasta que, en 1897, Taxil reunió en la Sociedad Geográfica de París a un nutrido número de miembros de la masonería, clérigos y periodistas, con la intención de dar a conocer al público a la aclamada Diana Vaughan. No fue esto lo que ocurrió. Taxil aprovechó esta conferencia para confesar que todo había sido nada más y nada menos que una broma, dando las gracias al estamento clerical por su determinada y estrecha colaboración. Explicó además, que Bataille era una invención y sus escritos los había elaborado él mismo. El caso de Vaughan era diferente, pues Diana Vaughan era una persona real que trabajaba como mecanógrafa para él mismo y que, encontrando divertida la broma, se había prestado a permitir la utilización su nombre para firmar lo que en realidad también había sido escrito por el propio Taxil. Sobra decir que la policía tuvo que intervenir y sacarlo de allí para que su público simplemente no lo linchara.
León XIII; primero se partía la polla. Luego ya no tanto.
Aunque muchos antólogos interpretan y presentan esta historia como una venganza personal de Taxil contra los masones, es la Iglesia Católica la que se quedó en bragas. Si bien es cierto que probablemente Léo Taxil consiguiera poner de mal humor a una buena parte de la masonería durante unos años, si la intención del bromista hubiera sido la simple difamación jamás habría desvelado sus ardides. Una vez que todo quedó aclarado solo había una verdadera víctima de todo el asunto –víctima principalmente de su precipitada voluntad para hacer de verdugo– y es difícil creer que Taxil no hubiera previsto este hecho. Sin embargo, es curioso cómo la relación masonería-satanismo ha llegado viva hasta hoy, siendo aún recogida por autores de renombre –que no de calidad– como cosa seria y en cambio la broma de Taxil y la actitud palurda de la Iglesia no parecen formar parte activa del imaginario popular. Es todo coincidencia, claro.
Léo Taxil tuvo que huir de París. Su historia no carece de mérito. Había dedicado doce años de su vida adulta, lo que no es moco de pavo, a mantener una broma gracias a la cual y en el más total de los secretos pudo reírse de todo el mundo y para empezar y principalmente de aquellos que más en serio le tomaban. Murió en 1907 en Sceaux, digo yo que con una sonrisa en el rostro.




Para terminar, dejo aquí un enlace a una edición española de 1887 de su libro Confesiones de un exlibrepensador. Leer el prólogo, escrito por un tal Angel Z. De Cancio es suficiente para dar cuenta de lo ardientemente que la intelectualidad beata se tragó broma y de paso para echarse unas risas:

2 comentarios:

  1. Pues lo que si es muy interesante es el caso de Albert Pike, que dejo escrito como estaban planificadas las tres guerras mundiales. En las dos primeras acertó de pleno y para la tercera, el escenario está dispuesto.

    (y si quitas lo de demuestra que no eres un robot, mejor que mejor, en configuración están las indicaciones)

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    1. Eres la primera persona que nos da limosna. ¡Te felicitamos y nos felicitamos! Respecto a Pike, esta teoría salió de un tal William Carr, que se basaba en unas cartas que Pike habría escrito. Sin embargo la veracidad de estas cartas ha estado siempre bajo sospecha. Nunca he visto un estudio serio del caso en el que se hiciera ver que la posibilidad de esta predicción fuese palpable. La mayoría de los ensayos que recogen esta teoría sin preocuparse de su veracidad son los mismos que afirman con toda alegría que Pike era un satanista. Dios los cria... Voy a hacer eso que dices del robot. Buen consejo.
      ¡Salud!

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