Mostrando entradas con la etiqueta literatura. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta literatura. Mostrar todas las entradas

martes, 5 de diciembre de 2017

«Hubo una época, hace ya muchos años»…

A veces, una editorial puede tener algo precioso entre las manos y, sin embargo, hacer todo lo posible por destruirlo, obras que están destinadas a encontrar un público si se les da la promoción suficiente o simplemente se las anuncia con su propia voz. Esto no es cuento nuevo en la industria cultural; está visto en música o en cine en incontables ocasiones. Algo así parece pasar con Me llamo Lucy Barton de Elizabeth Strout, porque, ¿acaso alguien a quien le guste la literatura, la literatura con todas las letras, la que contiene este libro, se va a interesar por uno en cuya cubierta se recoge la frase: «Una novela que ilumina nuestras relaciones más tiernas»? La editorial encargada de manipular este artefacto no tiene idea de su mecánica y, así, ha preferido investirlo con los ropajes de una lectura destinada a televidentes de Ana Rosa y forofos de Paulo Coelho. El problema de movimientos de este cariz (entre otros muchos, claro) es que probablemente no encuentre ni a unos ni a otros, no siendo por casualidad (en mi caso, gracias a que leí una entrevista con Samantha Schweblin en la que manifestaba su interés por la autora). El despropósito sigue en la contracapa, con un resumen sesgado y pobre de lo que el lector se encontrará en esta novela, a saber: «una madre y una hija que recuerdan lo mucho que se aman». Ay, Dios.
Sobre el daño que le hace el concebir la obra como tema a la literatura no vale la pena extenderse: es cosa sabida; si encima se acicala ese tema para convertir aquella en una mezcla de Las chicas Gilmore y el ñoño sentimentalismo de Muriel Barbery, ya no digamos.
Y ya me da pena llevar todas estas líneas soltando improperios cuando la novela que nos traemos entre manos es algo grande, muy grande, grande como son grandes las cosas sin artificio, de una grandeza delicada, frágil, volátil, como si las palabras se quemaran a medida que se leen y ya no fuera a haber oportunidad de recuperarlas. Elizabeth Strout teje la historia de un recuerdo, un recuerdo dentro del cual se recuerdan otros recuerdos, en los que se entrecruzan las torpes vivencias de personajes variopintos, tan reales que da miedo, como si la autora fuera capaz de leer nuestras mentes mientras soñamos y a ello se dedicara. La relación madre-hija es, en realidad, una excusa para todo esto, para que la voz en primera persona de la protagonista pueda reflexionar sobre la vida, los propios orígenes, las relaciones de familia, la infancia, el miedo, el amor, la convivencia, la literatura, la ignorancia, la maternidad, el esnobismo, la enfermedad, el sonido del maíz al crecer en el campo, el jefe indio Halcón Negro, el llanto de los niños, los libros infantiles, la relaciones condenadas, el maltrato y la soledad. Todo eso y más.
La primera línea comienza: «Hubo una época, hace ya muchos años»… y así la autora ya nos hace saber que todo se trata de un recuerdo, el cual es probable que no esté nítido, pues el tiempo ha pasado. Así, a la subjetividad de la narración en primera persona de la protagonista, se suma la subjetividad del paso del tiempo, del recuerdo, que siempre es mentiroso. Así, en la página 31 nos encontramos:
«Y mi madre dijo:
—Me parece que ella lo lamenta.
Pero quizá no fuera eso lo que dijo mi madre».
Aunque parezca contradictorio, las distintas indicaciones por parte de la autora sobre la posible incongruencia de lo que cuenta legitiman lo contado, puesto que en una novela, a diferencia de en un ensayo, la exactitud de los hechos no importa mientras estos sean veraces, y la imprecisión acientífica de la narradora y protagonista está repleta de veracidad. Así como de honestidad con respecto a lo que se quiere transmitir, que sería el equivalente en la novela, el relato o la poesía a la exigencia del dato auténtico y de la documentación apropiada en el ensayo: creer en el ejercicio de comunicación que se establece con el lector, sea este del tipo que sea, creer en la razón por la que el autor y el lector se buscan por mediación de la obra y encargarse de ella con el debido respeto.
La traducción de Flora Casas merece especial mención y elogio, con una elegancia y naturalidad que hacen olvidar que lo que estamos leyendo es efectivamente una traducción. Hay algún fallo muy molesto del que los editores debieran haberse cuidado, como en la página 55, en que se pasa del tú al usted y vuelta en una conversación sin orden lógico:
«Le pregunté:
—¿Qué haces?
—¿Que en qué trabajo?
—Sí —dije—. Da la impresión de dedicarse a algo interesante. ¿Es actriz?».
Leer cosas así duele y lleva a la inevitable reflexión sobre el daño que hacen los plazos al trabajo bien acabado. Todas las ventajas que las tecnologías y la globalización nos ofrecen en lo que respecta al trabajo editorial quedan aplastadas al reducirlas a la posibilidad de ajustar al máximo los plazos. Si uno coge una traducción de los años 60, probablemente encontrará calcos que hoy resultan alucinantes, entre otros errores que ahora no cabe imaginar, pero no encontrará esa clase de fallos que se puede y se debe achacar a los plazos, sean los de traducción o los de corrección (si la hubo). Para mí, esta clase de fallos marcan la diferencia a la hora de decidir si voy a gastarme dinero en un libro. Al fin y al cabo, hay indicios de que la editorial no lo ha hecho, y no me estoy refiriendo a gastarse el dinero [la editorial] en solapas guapas ni en guardas preciosistas, no, sino a gastárselo en lo que es el proceso de edición básico (ese proceso que, sin embargo, está ensombrecido frente a las solapas guapas y a las guardas preciosistas, precisamente porque no se pueden importar al escaparate o entrarle por la vista del consumidor).
Hay alguna nimiedad que otra por ahí como «edifico» por «edificio» en la página 78.
Cabe insistir en que esa clase de fallos no son achacables al traductor, redactor, whatever… El papel del corrector no es un capricho y no se basa en la desconfianza con respecto al trabajo de quienes redactan, sea en virtud de traductores o de creadores, sino que su presencia clásica en el proceso de edición se justifica por las incorrecciones inherentes a los trabajos previos sobre el texto y a la naturaleza de los mismos. De hecho, la prosa de la traductora es muy buena y carece de la afectación de la que tantas traducciones no acaban de librarse.
Por supuesto, un trabajo de traducción o de corrección puede estar muy bien hecho y contener algún error (contradicción que generalmente se explica por causa de los plazos). Es posible que esté siendo duro de más por la estupefacción que me causa el envoltorio que se le ha puesto para presentársela al gran público a una obra que es y merece más. Sea como sea y por fortuna, errores como el señalado no abundan.
Lamento, por otra parte, la posibilidad de estar contribuyendo a quitarle a alguien unas migajas de pan de la boca, sea a la autora, a la traductora o a los distintos participantes del proceso editorial, pero por desgracia resulta imposible hacer un boicot sin romper algunos huevos y personalmente soy de quienes prefieren joder a alguien para hacer el mundo un poco mejor que para sacarse algún leuro de más, llámenme bolchevique si quieren.

En fin, para terminar: compren lo que quieran, pero no dejen de leer Me llamo Lucy Barton. Es un novelón. Es literatura.

stranger magic happens

Decía que si nunca has tenido un artefacto mágico en las manos, entonces prueba a superar el volumen Magia para lectores de Kelly Link, una recopilación editada en 2012 por Seix Barral con cuentos seleccionados de los distintos libros de la autora (Stranger Things Happen, Pretty Monsters y Magic for Beginners en el momento en que se llevó a cabo esta traducción y edición) y otras fuentes, como publicaciones online, revistas o antologías de varios autores. En muchas referencias se toma este libro por traducción de Magic for Beginners, se comprende que por el juego de palabras, aunque bastaría mirar con atención las últimas página para comprobar el origen distinto de cada cuento. No pasa nada, porque la recopilación tiene tanta consistencia como si hubiera sido concebida realmente como un único libro desde el principio. Los cuentos, por otra parte, son bastante largos (de entre 30-50 páginas, más o menos), lo que facilita la tarea de verlos como mundos aislados, casi como si fueran novelillas, de forma que la consistencia, aunque la haya, no es tan importante. Al grano: lo que hace Kelly Link es dar una lección de imaginación y solvencia literaria (dos aptitudes no siempre unidas) de no te menees, y lo hace mezclando cultura thrash, TV, fantasías de plástico, dibujos animados, cuentos de hadas, espada y brujería, trascendencia e intrascendencia adolescentes, vampiros y otros monstruos y recursos literarios audaces, todo sin despeinarse. Se la ha comparado insistentemente con J.K Rowling, comparación que sería acertada si J.K. Rowling molase y supiese escribir, si fuese el triple de audaz y original y escapase a un devenir creador exudante de obviedades. Lo que pasa es que Kelly Link usa el género para la literatura y no al contrario, como tantas veces sucede; lo trasciende para dar forma así a una obra de valor. Si la actual generación del gótico de colores, el ánime y el LOL supiera de su existencia (es decir, si estuviera arropada por un cheque en blanco destinado a publicidad, como es el caso de quienes ocupan el podio que a ella pertenece), se rendiría a sus pies. Pero ojo, mientras que su literatura es claramente generacional, como todo lo que es bueno con todas las letras, es también para que la disfruten los amantes de lo que es bueno. Sin más.
Tendrán un refugio seguro en Kelly Link quienes echen de menos a esos Tim Burton o Neil Gaiman que combinaban sin tapujos la fantasía gótica pop y la alta cultura (sobre todo el segundo, cosas de ingleses) para parir obras para la posteridad con la misma naturalidad que si se hiciera solo (hace, de hecho, tanto tiempo de eso, que parece que ni fue verdad, que la casualidad fue aquello, que Burton y Gaiman son esencialmente manieristas de sí mismos, como si el esplendor anterior fuese solo un paso necesario para la autoimitación de baja calidad y la repetición extenuante, su verdadera meta*). Conste que soy bastante exigente: del primero no me gustó una peli después de Sleepy Hollow (y miedo me da volver a verla, por si acaso) y del segundo solo alguna cosilla después de Sandman (y es que, hoy por hoy, ¿alguien quiere algo de Proust que no sea En busca del tiempo perdido?). Lo que quiero decir es que no me voy corriendo por las paredes cada vez que la fantasía de consumo llama a mi puerta, pero Kelly Link supera la prueba, como otrora hicieran los mentados, y como todos los verdaderos artistas, recoge el testigo de sus maestros de esta historia para llevarlo un poco más allá.


*¿Pero quién soy yo para poner en entredicho la buena vida?

jueves, 22 de junio de 2017

Berlin se escribe sin tilde en la ‘i’


Manual para mujeres de la limpieza de Lucia Berlin, con traducción de Eugenia Vázquez y una introducción magistral de la mismísima Lydia Davis (no somos dignos), parece haber sido una de las sorpresas más gratas de la temporada 2016, con críticas entusiastas a rebosar aquí y allá, tanto y tan insistentemente que hasta la magnitud del hecho generaba desconfianza, recelo (pues sí señores, qué quieren, yo no ideé las reglas de la industria del tocho). Sin embargo no pasa nada si los críticos más acríticos se han estado quitando el sombrero ante el arte de esta maestra de cuyas lecciones los lectores en castellano han estado privados durante décadas, un despiste lo tiene cualquiera y esta vez han acertado de pleno.

            Es difícil explicar el modo en que los relatos de Lucia Berlin se enmarcan a todas luces en el realismo sucio y, al mismo tiempo, en que los tópicos asociados a esta etiqueta pueden confundirnos de un modo bastante problemático sobre el cogollo y el contenido de estas historias. En Manual para mujeres de la limpieza hay alcohol, claro, y el dolor de las frustraciones de quien sabe que ya perdió el último tren y está abocado a ellas hasta el día en que muera, y relaciones manchadas, y un deseo irrefrenable de escapar y al mismo tiempo una desidia ante cualquier posibilidad de escape y la rendición o la claudicación como sistema de pensamiento, como forma de afrontar el paso del tiempo, que parece haberse congelado y al mismo tiempo agotarse vertiginosamente.

            Pero cuando pensamos en realismo sucio también pensamos en peleas de bar, en tíos duros que no estaban hechos para ser domados y acabaron jodiéndose la vida ellos solos, hasta verse abocados a la marginalidad social, o bien en hombres encorbatados, con turno de oficina y felizmente casados y con hijos, que en realidad nunca quisieron todas esas responsabilidades y viven gimoteando y ahogando sus penas en alcohol y fantasías posibles pero poco probables.

            Los personajes de Lucia Berlin son otros, son los secundarios que tienen que soportar a los tíos duros y a los tipos de corbata demasiado preocupados con sus propias frustraciones y, así, no se trata de más de lo mismo con una pincelada diferente, sino que lo mismo cambia por completo, se aporta una sensibilidad y un punto de vista completamente desemejantes (ojo, no digo que se aporte sensibilidad donde no la hay, siguiendo con el tópico de la sensibilidad femenina, me refiero a otra sensibilidad artística, una sensibilidad diferente con respecto al lugar de las cosas en el mundo, que en este caso, eso sí, es inherente al hecho de que la narradora es una mujer), de manera que aunque el contexto, el objeto pueda ser exactamente el mismo, el registro del tal [objeto / contexto] resulta en algo distinto; los personajes de Lucia Berlin no se angustian pensando en la guerra, ni en aquella vez en que les dieron una paliza por una apuesta o porque estén convencidos de que nacieran para brillar y sin embargo estén en la mierda; los personajes de Lucia Berlin se angustian porque son conscientes de que nacieron con el destino de angustiarse y ya desde una adultez temprana han sabido que nunca tendrían opción; esto no se reduce a un simple cambio de tema, sino que se aporta una poética que la aleja y la destaca sobre sus compañeros de escuela (no hay más que comparar a Fante y Bukowski entre ellos y luego a cada uno de ellos con Lucia Berlin, si bien es verdad que quizá habría que apuntar más hacia Ray Carver, aunque, por las razones arriba desglosadas, esto tampoco sería del todo exacto). De muestra un botón: «Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos. […] Vi hijos y hombres y jardines en mis manos».



La sencillez, la simpleza de esa destrucción es más devastadora que cualquier guerra, que cualquier trabajo de fábrica o que cualquier combate de boxeo en unas manos cualesquiera.



También hay que destacar de Lucia Berlin que no se conforma, y aquí también se pone por encima de los gestos típicos del realismo sucio, con recoger la miseria de sus personajes, narrarla periodísticamente y dejar que fluya por sí solo el lirismo que pueda haber en ello, sino que hay en su escritura una consciencia de la literatura como hecho formal, de que la narración se puede sublimar más allá de la relación de hechos con el recurso a cuestiones de estructura, y una voluntad genuina de trabajar con eso. A «Punto de vista» me remito, un relato que debería leer cualquiera que quiera indagar en eso de la escritura o disfrutar de una lectura estimulante, o cualquiera sin más. Es también la muestra de que Lucia Berlin, a pesar de que no apunta (y creo que esto es suficientemente obvio como para no tener que extenderme en ellos) al público académico, en el sentido de que no apunta más a él que a quienes sufren las miserias de lo cotidiano sin tiempo ni medios para hacerse preguntas sobre semiótica, no toma a su lector por tonto. Esto, que parece muy fácil, son contados los escritores que han sabido hacerlo y salir bien parados. Sobre escritoras, ya iremos sabiendo, de momento tenemos a una.



Soy consciente del protagonismo de los escritores/hombres como referencia, pero se trata hoy por hoy del canon del realismo sucio de marras y al fin y al cabo el canon es siempre subvertible, pero a veces es simple y llanamente el que es, por razones históricas que sería redundante recoger ahora aquí. En la siguiente ronda podremos pasar de ellos y partir del referente de Lucia Berlin.



Otra cosa que quería destacar y que no me parece baladí, sobre todo teniendo en cuenta la banalización y uso abusivo de ciertos términos que se lleva acometiendo desde años recientes (probablemente no más de un par), es que la literatura de Lucia Berlin no es feminista en el sentido militante. Lucia Berlin es una mujer consciente de su situación y papel en el mundo y que escribe sobre ello adoptando distintos puntos de vista y situaciones; el feminismo que pueda haber en la literatura de Lucia Berlin es el que haya (y hay) implícito en eso, ni menos ni más.

viernes, 4 de noviembre de 2016

la autoficción y un botón de muestra ['El comensal' de Gabriela Ybarra]

Tengo que decir que observo con una cierta mirada escéptica ese género que se ha venido a llamar autoficción, pero en los últimos años ha habido un aumento tan inmenso de la publicación de obras que se encuadrarían en el mismo, que no se puede ignorar sin más, por lo menos a la hora de reflexionar sobre en dónde nos encontramos (a la hora de leer, por descontado que cada uno es libre de cerrar o abrir las puertas que le venga en gana). No se me caen los anillos, por lo demás, porque uno de los libros que más me ha impactado que se haya publicado en los últimos años, Nada se opone a la noche de Delphine de Vigan, pertenezca a este género; es decir, que aunque no confío mucho en sus posibilidades en general, no lo condeno ni mucho menos a la hora de valorar cada caso particular.


La autoficción, que a lo tonto ya no es un género tan nuevo, tiene sus pros y sus contras. Para empezar, se trata de una buena jugada ante el atolladero posmoderno, cuando después de 1001 grandes novelas americanas puede que el mundo ya haya tenido suficiente vanguardia, o al menos suficiente de esa vanguardia; hasta que se presente otra opción mejor, la autoficción parece una alternativa provisional muy apropiada, ya que en esto de las lides artísticas siempre es más agradecida una huida hacia delante que una hacia atrás como la que pretendían o pretenden los del Nuevo Drama o Jesús Carrasco, entre otros, y que conste que no estoy diciendo que el producto de estas propuestas sea necesariamente malo, solo que en el nivel historiográfico-evolutivo son irrelevantes, a menos que vayan a actuar como bisagra hacia otra cosa. Siempre está bien, en cualquier caso, que haya diversos frentes por los que atacar. // La autoficción permite también, si se quiere, incidir en ese terreno tan a menudo incomprendido que se ubica entre la narrativa y el ensayo y que en una novela al uso puede resultar a veces demasiado forzado o innecesario (independientemente de que lo sea) para el receptor. // Oí o leí por ahí, además, una idea que me pareció acertada, y es que la autoficción es un género que va que ni pintado a la literatura española de la [post-]modernidad, porque en general en este país siempre ha habido más querencia por lo testimonial que por lo imaginativo (yéndonos al largo plazo, no en vano ellos tienen a Sigfrido, que entre otras heroicidades mata a un dragón y adquiere la inmortalidad con truco al bañarse en su sangre, y nosotros al Cid, que les mete un puro de no te menees a los violadores de sus hijas, juicio mediante; pues eso). No es que en España no haya habido novela posmoderna, es que en España la posmodernidad ha presentado su morfología particular, con especial apego a la novela realista decimonónica (un paradigma de todo esto, por generación y estilo, podría ser Antonio Muñoz Molina). Que las formas más usuales de posmodernismo literario solo hayan llegado a obtener un cierto protagonismo en España ya bien entrado el s. XXI no es un hecho que contradiga este relato, lo confirma. Todo esto, claro, no es porque sí, ni se trata de una cuestión de genética: tiene un trasfondo histórico; pero hasta aquí con eso vale, tampoco vamos a reconstruirlo aquí. Decía, en resumen y en definitiva [y decía también que la reflexión no es mía, aunque sí las palabras con las que procedo a resumirla], que este es un estilo que viene muy bien al caldo de cultivo de la literatura española, pues está muy bien condimentado a este efecto.


¿Desventajas? Varias. // Los escritores con talento en lo formal siempre pueden coger una historia existente cualquiera y literalizarla sin más, sin que quede muy claro cuál es su aportación a la misma, aparte de la lección de estilo, como Carrère con Limónov/Limónov, por ejemplo. Tengo la impresión de que Carrère le robó algo a Limónov para enmascararlo como propio en un envoltorio de pericia literaria y estafarnos de algún modo a todos los demás, y soltarnos una serie de pinceladas, de paso, de un carácter profundamente conservador. // Por otra parte, aunque los autores juren una y otra vez que todo esto es tan literario como el Don Quijote y que de lo que hablamos es de literatura y solo de literatura, al final todo esto es mentira. Lo cierto es que no estamos hablando de otra cosa que de ellos, de su vida, de las personas que conocen y les apasionan, y eso parece obligar a la delicadeza a la hora de emprender la crítica, lo que es injusto para el crítico a todas luces. Se hace difícil dar una negativa rotunda a La hora violeta sin que aparezca algún pontífice que acuse al crítico de ser poco menos que un monstruo dispuesto a hacer leña con el dolor del autor. No importa si los autores se aprovechan de ello o no, si luchan contra ello o no, la trampa está ahí, es inherente al género y es muy dañina si lo que se quiere es que la literatura siga su curso con naturalidad (con toda la naturalidad que un artificio pueda seguir su curso). // Relacionado con esto, otro peligro de la autoficción es el del sensacionalismo, que solo acabe habiendo sitio en la literatura para quienes han vivido (preferiblemente) o conocen algo morboso que contar y están dispuestos a contarlo, y que se juzgue tanto mejor la obra cuanto más morboso sea el asunto de que se trate. Hacia eso puede ir la literatura y en un cierto sentido ya está yendo ahí (y en el fondo por eso, aunque no sé si alguna vez llegaré a tomarme la molestia de leerlo, quizá sea más honesta y valiosa en ese sentido la vacuidad de Karl Ove Knausgård). // Y por seguir con el encadenamiento de consecuencias, relacionado a su vez con esto último, está el hecho de que con la autoficción se recupera de rebote esa imagen del artista como ser que sufre y del arte como el fruto de su sufrimiento, la imagen del artista esteta y desbocado originada en el romanticismo, pero ahora liberada de metafísica. Esta es una noción que nunca ha desaparecido del todo en la sociedad, en el terreno literario en particular si hablamos de autores de poesía, y que personalmente me parece pérfida y retrógrada; es por eso mismo que, de hecho, no ha desaparecido y hasta se ha incentivado, porque cumple una función represiva: el artista como alguien anormal: el artista como alguien que sufre: el artista como alguien que paga: permanece tranquilo en tu normalidad: aléjate del arte, es nocivo para la salud: etc.


En fin, todo eso ronda a la autoficción, por no decir que se trata de un género que no parece capaz de prometer muchas más novedades fuera del «vamos a ver quién la tiene más grande» ocasionado por el sensacionalismo narrativo del que hablábamos antes. Bien es verdad que probablemente en la época de Joyce y Woolf pareciera que ya no había muchas más vueltas que darle a la literatura, cuando en realidad se trataba del principio del [post-]modernismo literario y no de su punto final. 


Y aquí es cuando me propongo escribir unas líneas sobre El comensal de Gabriela Ybarra y me enfrento a todos esos pros y todos esos contras de los que acabo de hablar, porque, mal que le pese a Gabriela Ybarra, cuando se habla de El comensal, y no hay más que leer las diversas entrevistas que se han publicado y publican aquí y allá para darse cuenta, no se está hablando de literatura, o bien el protagonismo de esta en la conversación es muy reducido. En El comensal, en ese estilo periodístico y sin adornos que se suele relacionar de modo algo acrítico con Hemingway y que, de una forma muy sutil, a veces oculta no una intrahistoria más poderosa que lo que simplemente se está contando sino simplemente la falta de talento, Gabriela Ybarra nos narra dos dolores familiares diferentes, pero que se tocan como recuerdo de dolor historial, y entretanto nos va dando detalles, en el estilo hemingwayano que decíamos, sobre su vida y estudios en Nueva York, el hospital privado donde tratan a su madre o su trabajo como analista del mercado de cosméticos, y deja caer alguna frase imbuida del prejuicio con el que se habla desde los automatismos de una posición de privilegio como: «He venido a Brighton Beach para ver cómo es esto. Después de recorrer varias de sus calles, puedo decir que es un barrio terrible. Es feo y está lleno de tullidos. Por el paseo marítimo circulan ancianos empujando tacatacas y gordos en silla de ruedas. Mientras escribo estas palabras me alegro de que mi madre nunca viniera aquí» [página 127 de la edición de 2015]. Sí, claro, es literatura, la cuestión es que la autora de la novela está transmitiéndonos pura y llanamente su vida y sus pensamientos; que sí, que es ficción, pero también es auto, así que no traten de dármela con queso. Es ficción valdría si esta frase la dijeran un personaje o un narrador, incluso aunque pareciera injustificada (porque, efectivamente, señores, por si hace falta repetirlo, las opiniones del narrador y de los personajes no tienen por qué ser las del autor), pero en este caso el narrador, el personaje y el puño que escriben son lo mismo, y no hay nada que nos haga pensar que en algún momento se haya(n) planteado el contenido de lo que está(n) diciendo. Eso es prejuicio. En El comensal también hay frases que merecen por derecho propio la acepción de literatura con todas las letras, como: «Mi madre era muchas de las cosas que se suelen decir sobre la gente muerta, pero en su caso todas eran verdad» [página 139 de la misma edición]. Pero en cualquier caso creo que, por un lado, El comensal vende (consciente o inconscientemente) franqueza, y yo no la encuentro (no esa franqueza que esperan los amigos de lo amarillo rosado, sino franqueza personal literaria, exploración voluntaria y profunda de la propia subjetividad); por otro lado, El comensal vende literatura, y la literatura de El comensal podría ser mejor. Muchas veces en este blog, cuando un libro no gusta del todo o no acaba de gustar, se suele decir con la boca pequeña: «XXX no es un mal libro» o «XXXX no es un mal escritor», aunque siempre haya fanáticos que encuentren que eso es pisotear el trabajo de alguien (cuando, de hecho, trabajo y alguien son justamente las dos presencias que empequeñecen mi boca), de El comensal se dirá aquí, sin embargo, que no es un buen libro.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

If you want to get down, get down on the ground


«-En la novela hay un resabio bolañista, aunque no lo suficientemente profundo como para que se coma la historia ¿Cree usted que su generación tiene menos afectos literarios?
- Hemos heredado algún mito que otro, pero tenemos bastante más orfandad que otras generaciones. En el fondo eso está bien».

De los tropecientos títulos que, si hacemos caso a la propia novela (lo que, en esto de la autoficción es, aunque parezca contradictorio, aún más resbaladizo de lo que ya era en la ficción a secas), Daniel Jiménez barajó para su primer libro publicado, sin duda Cocaína «a secas» es el más afortunado de todos. Sin embargo, también es un título que puede llevar al prejuicio: libro sobre un escritor cocainómano que nos cuenta sus aventuras de macho desesperado pero ejemplar: realismo sucio: realismo sucio a estas alturas de la vida. Hay realismo y hay suciedad en Cocaína, claro, pero carece de muchos de los elementos característicos de ese cajón de sastre al que venimos llamando realismo sucio y tiene otros de los que en general aquel carece o por los que no se interesa (al menos explícitamente). En Cocaína no hay descripciones recreativas del ambiente del cocainómano o de la mala vida en general, de tugurios turbios y personas sin oficio ni beneficio, fuera de la sociedad y del sistema y abocadas a la autodestrucción no reglada. Muy al contrario, en Cocaína nada es marginal y lo que nos encontramos es el entorno aparentemente cool pero en realidad insulso de la mal llamada clase media, y ni siquiera el de las fiestas (alguna hay, pero caseras y en petit comité, y luego unas cuantas sesiones de cañas/cafés, que tampoco son el escenario preferente de la novela), sino el familiar, laboral, etc.

La cocaína en el fondo no es tan importante como su condición de único elemento del título del libro nos pudiera hacer pensar. La droga de marras actúa, en realidad, como el aglutinante de toda una serie de temas, la pieza que hace que el formato diario de Cocaína no se trate tan solo de eso mismo, de un diario que narra un año en la vida de una persona. La más obvia, claro, entre otras. Todo con la intención de contarnos la debacle de un tipo cuya cloaca interior salió a la superficie el día en que su hermana se quitó la vida, y que desde entonces fue más allá del «¿Por qué?» para preguntarse también «¿Soy yo como ella?» y «Si es así, ¿cuánto tiempo más lograré sobrevivir?». A partir de aquí, toda clase de inseguridades, comportamientos inadecuados y autodestructivos (más mentalmente que físicamente, nada de peleas de bar innecesarias o cosas por el estilo, sino más bien algo que podríamos llamar «introspección autodestructiva»; de nuevo: desechemos el paradigma realismo sucio para hablar de Cocaína) y daños colaterales derivados de los daños colaterales.

Al aglutinante cocaína y al hilo implícito suicidio se viene a sumar el hilo explícito literatura. El protagonista es, además de un cocainómano, un aspirante a escritor, por lo que su diario está plagado de observaciones sobre la literatura, tanto en sentido trascendental como en concreto, con observaciones sobre el estado actual de la cuestión y alusiones a personalidades reales del mundillo (y a personalidades reales en general, lo que dota a la novela de un gran realismo y una gran capacidad para sumergir al lector en sus contenidos, virtudes que, por otro lado, perderá a medida que pase el tiempo, cuando se trate de lectores de otras generaciones y con otros referentes). En este aspecto, Cocaína funciona muy bien, porque muchas de las observaciones y reflexiones que se hacen sobre la literatura son para enmarcar y reflejan un auténtico amor por este arte, por su práctica. Pero además, cualquiera que haya amado o ame una disciplina cualquiera y se halle inmerso en la lucha por destacar en ella se identificará por fuerza con la brega del protagonista de Cocaína; en este sentido, el valor de este contenido es doble, porque no se agota en los escritores o en quienes puedan estar interesados en el proceso y en el mundillo de la escritura.

Por otro lado, el devenir del personaje y sus entradas de diario sirven para reflejar una situación de un perfil concreto en un contexto concreto, por lo que ya se ha tildado a Cocaína de novela generacional, aunque se diría que hay más incidental que voluntad por parte del autor en esta circunstancia. Pero sí hay una descripción emocional (explícita) y material (implícita) de una generación perdida por el choque de la crisis y la incredulidad e incapacidad de reacción ante la misma que el haber sido niños de la opulencia le ha generado. Inevitable entonces que haya crítica sociopolítica, en este caso a veces explícita y a veces implícita. En este aspecto Cocaína es sincera y nada populachera. Por otra parte, ese ir de lo nihilista cotidiano al desprecio de los modos de vida como forma de crítica sociopolítica consciente lo acerca a Bukowski (sí, ese señor al que sus peores lectores [casi todos] y sus críticos más perezosos [casi todos también] reducen una y otra  vez a historias de sexo y alcohol), al que, de hecho, cita. [Sí, ya sé, Bukowski es el rey del realismo sucio, pero la característica descrita es más bukowskiana que paradigmática del realismo sucio; por otra parte, nada en lo estilístico o lo formal que acerque a Daniel Jiménez a Bukowski]. Al saco de la arena, sin embargo, va un cierto tono misógino que a veces se vislumbra en el modo en que se habla de los personajes femeninos, y que da la sensación de ir, en ocasiones, más allá de la ficción de un tipo frustrado con el mundo que, siendo hombre y sintiéndose rechazado, lo paga más injustamente con las mujeres que con otros hombres, con los que hay una feroz competición pero al mismo tiempo un poso inextinguible de camaradería machuna. Cocaína va en ocasiones más allá de un retrato de este tipo para dejar entrever una serie de confusiones que no estoy seguro de que el autor maneje del todo.

Cocaína está escrita en segunda persona, una opción que, si se rastrea cuenta, como casi todo, con una cierta tradición, pero que está por explorar a fondo. En mi opinión, hacia las últimas páginas comienza a flojear un poco, más por lo que se narra que por la forma en que se narra, pero el autor cierra justo a tiempo y aún tiene tiempo de regalarnos joyas como una entrada de diario en la forma de una sola frase: «29, diciembre Escribir es la única recompensa del escritor». Sea como sea, se trata de una buena novela, tras cuya lectura solo se espera que vengan más y también que haya más como Daniel Jiménez, no en lo temático o en lo estilístico, sino simplemente en lo cualitativo.

jueves, 28 de julio de 2016

el medio es el mensaje / la forma es el fondo

Escribía en este blog, en junio del 2015, en referencia a Alberto Olmos: «[…] si es cierto que va a escribir una obra definitiva (y las tablas y la capacidad las tiene), yo la sigo esperando». En poco tiempo, mi parecer ha cambiado; es más, probablemente entonces ya no era el momento para decir algo así. Lo primero, porque Alberto Olmos ya parecía y parece creer que Alabanza es esa gran novela pendiente y habla de la misma con una suficiencia que no encuentra justificación en la realidad. Lo segundo, porque el personaje de Alberto Olmos ha devorado a Alberto Olmos escritor y a Alberto Olmos crítico. Da la impresión de que lo lapidario y lo polémico se han convertido, en su discurso, en fines en sí mismos, y no en los cauces que eran o parecían ser o debían ser. Estas dos causas hacen que se mueva en el terreno de la autocomplacencia, lo que hace difícil que llegue a poner el empeño que la gran obra esperada requeriría. Pero, además, probablemente las apreciaciones sobre A. Olmos de junio de 2015 ya formaban parte del pasado y, entonces, lo que critico ahora ya era presente. Es decir, que, a toro pasado, da la impresión de que en junio de 2015 ya era algo tarde para tener condescendencia con Alberto Olmos. En parte, la obstinación en aquel parecer era fruto de la idea, que albergo firmemente, de que contar con un aparato crítico sólido proporciona una herramienta única para la dación de forma, para dar pasos firmes hacia la aportación cualitativa en terrenos en los que casi todos estamos destinados a la aportación cuantitativa.


Tenía, en fin, bastantes ganas de leer Guardar las formas, supongo que por las mismas razones que muchos otros lectores, a saber: las declaraciones de Alberto Olmos sobre el formato cuento y su afirmación de que, precisamente porque lo considera un formato menor, se había visto obligado a perpetrar un material de  primera categoría. Lo cierto es que los relatos de Guardar las formas se mueven entre lo bueno, lo correcto y lo mediocre, escorándose la media hacia esto último, muy por detrás en ambición de lo que ya se está haciendo en la actualidad y desde hace tiempo en este ámbito.

Me pregunto si Alberto Olmos, al hojear Guardar las formas ya editado, adquiere consciencia de que un libro de cuentos no puede permitirse diez páginas inanes seguida, mientras que una novela sí; si, al escribir un relato como «Carta a una niña de cuatro años (para que la lea cuando alcance dieciocho)», a mi parecer uno de los mejores del libro, se da cuenta de que una frase mal puesta, una sola palabra fuera de sitio, lo descompondrían hasta los cimientos, otra dificultad con la que la novela vista como un todo no tiene que encararse. La novela, en fin, sobre todo si se trata de un tocho de 200 o 300 páginas en adelante, cuenta con muchos más recursos, no ya que un relato, sino que un libro de relatos, para camuflar la mediocridad [o las partes más mediocres, como se quiera]. Uno se pregunta, vaya, si Alberto Olmos se percató de todo esto durante el proceso de escritura de Guardar las formas. Pero se trata de preguntas retóricas, ya que, en vista de sus declaraciones al respecto, recogidas aquí y allá, hemos de entender que su fracaso artístico como cuentista no le ha llevado a cambiar un ápice su opinión sobre el cuento. Entiéndase «fracaso» desde la exigencia que él mismo parece que se impuso, desde el punto de vista de su propio reto. Guardar las formas no es un mal libro, pero no es ni mucho menos un libro destacable.

martes, 31 de mayo de 2016

Hawk Falcon Halcón Azor Helen MacDonald H de Halcón

Helen MacDonald se ha ganado muy buenas críticas con el libro del que ahora vamos a hablar: H de Halcón y esa es precisamente la razón por la que me acerqué a él con esas expectativas que tantas veces pueden conducir al escepticismo al lector demasiado ilusionado; yo, aunque no soy de ese perfil de consumidor de cultura que se acerca a los trabajos bien valorados con la predisposición de desmantelarlos, sí es cierto que si comienzo a estimar que en el texto comienzo a localizar más puntos negativos de lo que sería deseable para una obra de la que tanto se prometía, me embarga un cierto malestar, me siento estafado y comienzo a no poder evitar el concentrarme en el resto de los puntos negativos que se puedan encontrar en adelante. No se trata de ninguna injusticia, sino más bien de una regresión a la media: Es normal que los libros que hayan recibido buenas críticas generalizadas reciban malas críticas más duras  que la media, pues son críticas que se realizan precisamente dentro de ese contexto y no como mundos aislados. Pues bien, yo no sé si diría que H de Halcón fue el mejor libro de su cosecha, pero sí hay que decir que es un buen libro. Su lectura me ha dejado, al menos, una sensación de satisfacción.

H de Halcón habla de una cetrera que, por una serie de circunstancias, decide adiestrar a un azor, una rapaz por la que en el pasado no había sentido especial atracción. El libro forma parte de una larga tradición de la que la propia Helen MacDonald da cuenta, haciendo especial hincapié en el libro El azor (The Goshawk), de T. H. White, en las razones que llevaron a su autor a escribir ese libro y en el proceso y los resultados de la escritura en su propia persona (le dedica, de hecho, todo el capítulo 4, aunque está presente a lo largo de todo el libro de MacDonald). Hay en todo esto, claro, una reflexión implícita sobre la propia obra (su lugar en la historia, el estado de la cuestión que se pretende tratar y la literatura precedente, las propias razones de la escritura y el modo en que se va a afrontar…) y, así, una serie de elementos típicos de de la metaliteratura. Pero no nos pongamos grandiclocuentes, Helen MacDonald, antes que indagar en las actitudes creativo-formales de los siglos XX/XXI, pretende, más probablemente, ser honesta con toda la tradición que la precede. De forma natural, se llegan a colar auténticas notas para el lector a este respecto: «Este libro que lees es mi historia. No es una biografía de Terence Hanbury White. Pero White es parte de mi historia». Parece claro que las intenciones de MacDonald son más enciclopédicas o archivísticas que metaliterarias y sus reflexiones se orientan más a la relación del ser humano con la naturaleza (con la externa y con la propia), al hecho de la doma de lo salvaje como acto de doma personal y al mismo tiempo como recuperación del contacto perdido con lo salvaje, la cetrería, las rapaces… que al fenómeno formal de la literatura, aunque ambos caminos, claro, confluyen. Esta naturalidad hace que dichos elementos no ahoguen a la obra, como ya pasa con los penúltimos libros paridos por esa serie de escritores academizantes que introducen una serie de elementos en sus textos como quien da una pirueta en la bici en mitad del recorrido, simplemente porque sabe o puede, por alarde.

Respecto al estilo, Helen MacDonald sabe dónde están sus límites o quizá es lo suficientemente humilde como para no tratar de traspasarlos para entrar en terrenos resbaladizos y, así, la sencillez de su prosa y de sus metáforas otorga a su escritura la forma de un texto fluido y luminoso; una frase tan contundente, lírica y concisa como «No pueden tocar el mundo, solo registrarlo» para hablar del trabajo de piloto, encierra en sí misma esa sensación de comprensión universal que transmiten los haikus clásicos.

Puede, quizá, que en algunos momentos caiga en un cierto exceso en lo emotivo y lírico, pero en lo general sale bien parada de la exploración sentimental del espíritu humano que lleva a cabo, lo que no suele ser el caso en este tipo de tratamientos.

Es de notar la opción de la traducción del título H is for Hawk como H de Halcón, lo que no deja de acarrear algunos problemas. En inglés existen la palabra falcon, con una vocación más taxonómica, y que sería el equivalente a nuestro 'halcón', y la palabra hawk, que se referiría más bien y hablando groso modo a una serie de características fisonómicas que asemejarían a ciertas aves rapaces. Para los ingleses un azor es un hawk, pero para los hispanoparlantes un azor no es un halcón. De hecho esta diferencia sí se recoge en el grueso del texto traducido, como cuando la autora se mantiene en la convicción de adiestrar a un azor frente a la posibilidad de un halcón que le propone su amigo Stuart (aunque es inevitable que se incurra en alguna contradicción chocante, precisamente por la complicación terminológica, ya que en otros extractos, sin embargo, se refiere a los azores como halcones, sea implícita o explícitamente). Sea cual sea la razón por la que se optó por este título, no se debe al azar y es probable que responda a criterios de la editorial, pues el cetrero Carlos Galindo se encargó de la revisión técnica de la traducción, a cargo de Joan Eloi Roca, gracias a quien podemos disfrutar de la prosa que arriba describíamos. Se trata de una traducción (o mejor dicho, de un texto, pues no la he cotejado con el original) cuidado y trabajado; si uno se pone a buscar alguna cosa que no cuadre, seguramente la encontrará, ¿pero existe alguna obra de más de 300 páginas, sea traducción u original, en la que cada frase cuadre, en la que la prosa no tenga momentos de debilidad? Yo, que conozco pocos fenómenos perfectos, lo dudo.

De los correctores de estilo y/u ortotipografía que también hayan puesto su granito de arena, nada sabemos.

Me he manejado con la segunda edición y algunos errores que se pueden apuntar para mejorar en las futuras son:

- «[…] protegerʄ a mi azor», en la página 136;

- «Admira al azor malditamente a fondo», en la página 149;

- «Me ignorándome», en la página 305;

- «Está sentada en mi sofá enrollándose [por ‘liándose’] un cigarrillo».

Buen libro.

martes, 26 de abril de 2016

todas las familias felices se parecen unas a otras

«Todas las voces de todos los cantantes son igualmente repulsivas, pero cada una es repulsiva a su modo».
Moscú - Petushkí, Venedict Eroféiev.

martes, 15 de marzo de 2016

Lila Azam Zanganeh y la literatura



Acabo de leer no hace mucho El encantador - Nabokov y la felicidad de Lila Azam Zanganeh; autora, creo yo, poco conocida, a pesar de que cuenta con un cierto estatus, con apariciones, por ejemplo, en la revista Granta.



Cuando supe de la existencia de esta obra, despertó en mí una gran curiosidad. Por cuestiones de la vida, pasó bastante tiempo hasta que pude satisfacerla, por lo que bien merece una reseña.



En fin, lo primero y más importante (y también general) que se puede decir sobre este libro, es que sus virtudes son sus defectos; lo mismo que lo convierte en un libro remarcable, es lo que hace que jamás pueda llegar a ser un libro importante, una gran obra.



¿Y en qué categoría incluiríamos a esta curiosa obra? Se puede pensar en el ensayo, pero aquí y allá se habla de novela. Lo cierto es que los juegos formales y las intenciones estilísticas, que en la mayor parte de la obra se superponen a las de narración histórica o de teoría de la literatura en el sentido más cientifista del término. Por lo tanto, si hay que elegir, novela, sin duda, igual que se consideran novelas La hora violeta, Limónov o Sarinagara. En torno a todas ellas se plantea el debate de qué es novela y qué no es y cuando la novela deja de ser novela para pasar a ser otra cosa; pero finalmente son todas ellas catalogadas como novelas y en este ámbito se lleva a cabo su crítica y análisis.

Pues eso es el libro de Lila Azam Zanganeh, en el que se parte de la tesis de que la estética de Nabokov tiene como epicentro a la felicidad misma, la joie de vivre que diría un parisino. Y en el desarrollo de semejante presupuesto, la autora nos presenta 15 capítulos que se pueden leer en cualquier orden y que retratarían un territorio específico y distinto de la felicidad (y para ser más exactos, de la felicidad nabokoviana), cuya localización exacta viene recogida en un mapa en las primeras páginas. Además, cada capítulo viene acompañado de una explicación entre paréntesis, como los capítulos de Don Quijote u otras obras antiguas, tipo: «Capítulo 10: Abril en Arizona (En que el autor descubre unos Estados Unidos de ensueño y al lector le conceden una entrevista exclusiva)». Y por si hace falta obviarlo, recojo a continuación uno de los ejemplos que me hacen remitirme al Quijote: «Capítulo Tercero. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo D. Quijote en armarse caballero».

Por lo demás, la autora juega con las tipografías, la composición de las páginas; incluye dibujos, montajes fotográficos, fotografías a secas, una entrevista falsa al autor… También, el libro incluye en su recorrido una reflexión o un relato de su propio proceso de gestación.

Y por esto mismo digo que sus virtudes se encuentran en el mismo punto en que están sus defectos. Los juegos de forma están muy bien, pero sin duda un libro así es demasiado propicio para los mismos, demasiado fáciles, casi no necesitan ni justificación, con lo que lo que podría pretender pasar por un gran ingenio literario se queda en un mero juego, literalmente un juego, y no digo que haya nada de malo en un juego, ni siquiera en uno literal (y literario), solo mido las cosas por lo que son, sobre todo ante la tentación de medirlas por mucho más

Otra cuestión importante es la de las obras que hablan de literatura o de otros escritores. Si todo lo que hay en un libro es estilo y reflexiones literarias, tengo la impresión (y aquí estoy generalizando a raíz de esta lectura, no diciendo que las condiciones que siguen se den necesariamente en ellas) de que a) el escritor le ofrece su desprecio al mundo (mucho más que un David Foster Wallace, por mucho que les pese a los nuevos intelectualizadores de la simplicidad, a pesar de conseguir un producto mucho más legible —porque, ojo, El encantador se lee muy bien y es muy ameno—); b) tiene estilo y sabe de literatura pero no consigue ninguna buena coartada para poner todo eso a trabajar, así que recurre a un tema que conoce muy bien, en este caso, otro escritor: Nabokov; c) que el autor no solo no tiene material para hacer literatura-literatura en lugar de literatura-ensayo sino que además no tiene material para hacer ensayo-ensayo.



En definitiva, que hay algo de boutade involuntaria en todo esto.

Sé que lo expuesto es cagarme indirectamente en dos autores de tanto renombre como Emmanuel Carrère (con su Limónov) o Vila-Matas. La verdad es que tengo que confesar que en Carrère no me importa cagarme un poco, sin que eso sea óbice para admitir que el hombre tenga talento. Lo de Vila-Matas lo debo sopesar, porque me parece un paisano muy grande (en el sentido figurado, se entiende); quizá Vila-Matas sea una de esas figuras cuyo valor reside más en su papel de pensador y guardián de la literatura que en el de creador, y a lo mejor por eso la crítica realizada no le salpicaría tanto (y de paso me libro de un plumazo de incurrir en contradicciones).



No digo, por supuesto, que tenga un veto sobre la literatura que habla de literatura o de literatos en cualquier caso, sino una postura frente a elegir la literatura sobre literatura como opción estética o material general de trabajo.



Se me ocurre ahora que esta clase de literatura me transmite también unas ciertas pereza y autocomplacencia.



Lo que para mí sí es un defecto grave de este libro en concreto es que contiene demasiadas citas del propio Nabokov. A veces, uno tiene la impresión de que los contenidos más interesantes de un capítulo dado son aquellas, algo que sí puede considerarse grave para un autor que pretende hacer un trabajo de envergadura en el campo literario.



Por supuesto, se trata de una lectura obligatoria para cualquier devoto de Nabokov (mis reflexiones sobre el autor las dejo para otro día, porque bastantes rituales vudú me habré ganado ya con esta crítica) y también para quien disfrute en mayor o menor medida de los juegos formales. Por lo demás, Lila Azam Zanganeh merece tantas oportunidades como los autores antes mencionados y si no se enfrasca en esta suerte de metaliteratura ensayística, creo yo que puede ir muy lejos (y, obviamente, no estoy utilizando el término ir «lejos» según los criterios economicistas habituales).








PD: Se escapa por ahí un «poetisa», así que tirón de orejas para la traductora o los correspondientes correctores o editores.