Manual para mujeres de
la limpieza de Lucia Berlin, con traducción de Eugenia Vázquez y una
introducción magistral de la mismísima Lydia Davis (no somos dignos), parece
haber sido una de las sorpresas más gratas de la temporada 2016, con críticas
entusiastas a rebosar aquí y allá, tanto y tan insistentemente que hasta la
magnitud del hecho generaba desconfianza, recelo (pues sí señores, qué quieren,
yo no ideé las reglas de la industria del tocho). Sin embargo no pasa nada si
los críticos más acríticos se han estado quitando el sombrero ante el arte de esta
maestra de cuyas lecciones los lectores en castellano han estado privados
durante décadas, un despiste lo tiene cualquiera y esta vez han acertado de
pleno.
Es difícil
explicar el modo en que los relatos de Lucia Berlin se enmarcan a todas luces en el realismo sucio y, al mismo tiempo, en que los tópicos asociados a
esta etiqueta pueden confundirnos de un modo bastante problemático sobre el
cogollo y el contenido de estas historias. En Manual para mujeres de la limpieza hay alcohol, claro, y el dolor
de las frustraciones de quien sabe que ya perdió el último tren y está abocado
a ellas hasta el día en que muera, y relaciones manchadas, y un deseo
irrefrenable de escapar y al mismo tiempo una desidia ante cualquier posibilidad
de escape y la rendición o la claudicación como sistema de pensamiento, como
forma de afrontar el paso del tiempo, que parece haberse congelado y al mismo
tiempo agotarse vertiginosamente.
Pero cuando
pensamos en realismo sucio también pensamos en peleas de bar, en tíos duros que
no estaban hechos para ser domados y acabaron jodiéndose la vida ellos solos,
hasta verse abocados a la marginalidad social, o bien en hombres encorbatados,
con turno de oficina y felizmente casados y con hijos, que en realidad nunca
quisieron todas esas responsabilidades y viven gimoteando y ahogando sus penas
en alcohol y fantasías posibles pero poco probables.
Los
personajes de Lucia Berlin son otros, son los secundarios que tienen que
soportar a los tíos duros y a los tipos de corbata demasiado preocupados con
sus propias frustraciones y, así, no se trata de más de lo mismo con una
pincelada diferente, sino que lo mismo
cambia por completo, se aporta una sensibilidad y un punto de vista
completamente desemejantes (ojo, no digo que se aporte sensibilidad donde no la
hay, siguiendo con el tópico de la sensibilidad
femenina, me refiero a otra sensibilidad artística, una sensibilidad
diferente con respecto al lugar de las cosas en el mundo, que en este caso, eso
sí, es inherente al hecho de que la narradora es una mujer), de manera que
aunque el contexto, el objeto pueda ser exactamente el mismo, el registro del
tal [objeto / contexto] resulta en algo distinto; los personajes de Lucia
Berlin no se angustian pensando en la guerra, ni en aquella vez en que les dieron
una paliza por una apuesta o porque estén convencidos de que nacieran para
brillar y sin embargo estén en la mierda; los personajes de Lucia Berlin se
angustian porque son conscientes de que nacieron con el destino de angustiarse
y ya desde una adultez temprana han sabido que nunca tendrían opción; esto no
se reduce a un simple cambio de tema, sino que se aporta una poética que la
aleja y la destaca sobre sus compañeros de escuela (no hay más que comparar a
Fante y Bukowski entre ellos y luego a cada uno de ellos con Lucia Berlin, si
bien es verdad que quizá habría que apuntar más hacia Ray Carver, aunque, por
las razones arriba desglosadas, esto tampoco sería del todo exacto). De muestra
un botón: «Me miré a los ojos y volví a mirarme las manos. […] Vi hijos y
hombres y jardines en mis manos».
La sencillez, la simpleza de esa destrucción es más
devastadora que cualquier guerra, que cualquier trabajo de fábrica o que
cualquier combate de boxeo en unas manos cualesquiera.
También hay que destacar de Lucia Berlin que no se conforma,
y aquí también se pone por encima de los gestos típicos del realismo sucio, con
recoger la miseria de sus personajes, narrarla periodísticamente y dejar que
fluya por sí solo el lirismo que pueda haber en ello, sino que hay en su
escritura una consciencia de la literatura como hecho formal, de que la
narración se puede sublimar más allá de la relación de hechos con el recurso a
cuestiones de estructura, y una voluntad genuina de trabajar con eso. A «Punto
de vista» me remito, un relato que debería leer cualquiera que quiera indagar
en eso de la escritura o disfrutar de una lectura estimulante, o cualquiera sin
más. Es también la muestra de que Lucia Berlin, a pesar de que no apunta (y
creo que esto es suficientemente obvio como para no tener que extenderme en
ellos) al público académico, en el sentido de que no apunta más a él que a
quienes sufren las miserias de lo cotidiano sin tiempo ni medios para hacerse
preguntas sobre semiótica, no toma a su lector por tonto. Esto, que parece muy
fácil, son contados los escritores que han sabido hacerlo y salir bien parados.
Sobre escritoras, ya iremos sabiendo, de momento tenemos a una.
Soy consciente del protagonismo de los escritores/hombres
como referencia, pero se trata hoy por hoy del canon del realismo sucio de
marras y al fin y al cabo el canon es siempre subvertible, pero a veces es
simple y llanamente el que es, por razones históricas que sería redundante
recoger ahora aquí. En la siguiente ronda podremos pasar de ellos y partir del
referente de Lucia Berlin.
Otra cosa que quería destacar y que no me parece baladí,
sobre todo teniendo en cuenta la banalización y uso abusivo de ciertos términos
que se lleva acometiendo desde años recientes (probablemente no más de un par),
es que la literatura de Lucia Berlin no es feminista en el sentido militante.
Lucia Berlin es una mujer consciente de su situación y papel en el mundo y que
escribe sobre ello adoptando distintos puntos de vista y situaciones; el
feminismo que pueda haber en la literatura de Lucia Berlin es el que haya (y
hay) implícito en eso, ni menos ni más.
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