A veces, una editorial puede tener algo precioso
entre las manos y, sin embargo, hacer todo lo posible por destruirlo, obras que
están destinadas a encontrar un público si se les da la promoción suficiente o
simplemente se las anuncia con su propia voz. Esto no es cuento nuevo en la
industria cultural; está visto en música o en cine en incontables ocasiones.
Algo así parece pasar con Me llamo Lucy
Barton de Elizabeth Strout, porque, ¿acaso alguien a quien le guste la
literatura, la literatura con todas las letras, la que contiene este libro, se
va a interesar por uno en cuya cubierta se recoge la frase: «Una novela que
ilumina nuestras relaciones más tiernas»? La editorial encargada de manipular
este artefacto no tiene idea de su mecánica y, así, ha preferido investirlo con
los ropajes de una lectura destinada a televidentes de Ana Rosa y forofos de
Paulo Coelho. El problema de movimientos de este cariz (entre otros muchos,
claro) es que probablemente no encuentre ni a unos ni a otros, no siendo por
casualidad (en mi caso, gracias a que leí una entrevista con Samantha Schweblin
en la que manifestaba su interés por la autora). El despropósito sigue en la
contracapa, con un resumen sesgado y pobre de lo que el lector se encontrará en
esta novela, a saber: «una madre y una hija que recuerdan lo mucho que se
aman». Ay, Dios.
Sobre el daño que le hace el concebir la obra como
tema a la literatura no vale la pena extenderse: es cosa sabida; si encima se
acicala ese tema para convertir aquella en una mezcla de Las chicas Gilmore y el ñoño sentimentalismo de Muriel Barbery, ya
no digamos.
Y ya me da pena llevar todas estas líneas soltando
improperios cuando la novela que nos traemos entre manos es algo grande, muy
grande, grande como son grandes las cosas sin artificio, de una grandeza
delicada, frágil, volátil, como si las palabras se quemaran a medida que se
leen y ya no fuera a haber oportunidad de recuperarlas. Elizabeth Strout teje
la historia de un recuerdo, un recuerdo dentro del cual se recuerdan otros
recuerdos, en los que se entrecruzan las torpes vivencias de personajes
variopintos, tan reales que da miedo, como si la autora fuera capaz de leer
nuestras mentes mientras soñamos y a ello se dedicara. La relación madre-hija
es, en realidad, una excusa para todo esto, para que la voz en primera persona
de la protagonista pueda reflexionar sobre la vida, los propios orígenes, las
relaciones de familia, la infancia, el miedo, el amor, la convivencia, la
literatura, la ignorancia, la maternidad, el esnobismo, la enfermedad, el
sonido del maíz al crecer en el campo, el jefe indio Halcón Negro, el llanto de
los niños, los libros infantiles, la relaciones condenadas, el maltrato y la
soledad. Todo eso y más.
La primera línea comienza: «Hubo una época, hace
ya muchos años»… y así la autora ya nos hace saber que todo se trata de un
recuerdo, el cual es probable que no esté nítido, pues el tiempo ha pasado.
Así, a la subjetividad de la narración en primera persona de la protagonista,
se suma la subjetividad del paso del tiempo, del recuerdo, que siempre es
mentiroso. Así, en la página 31 nos encontramos:
«Y mi madre dijo:
—Me parece que ella lo lamenta.
Pero quizá no fuera eso lo que dijo mi madre».
Aunque parezca contradictorio, las distintas
indicaciones por parte de la autora sobre la posible incongruencia de lo que
cuenta legitiman lo contado, puesto que en una novela, a diferencia de en un
ensayo, la exactitud de los hechos no importa mientras estos sean veraces, y la
imprecisión acientífica de la narradora y protagonista está repleta de
veracidad. Así como de honestidad con respecto a lo que se quiere transmitir,
que sería el equivalente en la novela, el relato o la poesía a la exigencia del
dato auténtico y de la documentación apropiada en el ensayo: creer en el
ejercicio de comunicación que se establece con el lector, sea este del tipo que
sea, creer en la razón por la que el autor y el lector se buscan por mediación
de la obra y encargarse de ella con el debido respeto.
La traducción de Flora Casas merece especial mención
y elogio, con una elegancia y naturalidad que hacen olvidar que lo que estamos
leyendo es efectivamente una traducción. Hay algún fallo muy molesto del que
los editores debieran haberse cuidado, como en la página 55, en que se pasa del
tú al usted y vuelta en una conversación sin orden lógico:
«Le pregunté:
—¿Qué haces?
—¿Que en qué trabajo?
—Sí —dije—. Da la impresión de dedicarse a algo
interesante. ¿Es actriz?».
Leer cosas así duele y lleva a la inevitable
reflexión sobre el daño que hacen los plazos al trabajo bien acabado. Todas las
ventajas que las tecnologías y la globalización nos ofrecen en lo que respecta
al trabajo editorial quedan aplastadas al reducirlas a la posibilidad de
ajustar al máximo los plazos. Si uno coge una traducción de los años 60,
probablemente encontrará calcos que hoy resultan alucinantes, entre otros
errores que ahora no cabe imaginar, pero no encontrará esa clase de fallos que
se puede y se debe achacar a los plazos, sean los de traducción o los de
corrección (si la hubo). Para mí, esta clase de fallos marcan la diferencia a
la hora de decidir si voy a gastarme dinero en un libro. Al fin y al cabo, hay
indicios de que la editorial no lo ha hecho, y no me estoy refiriendo a
gastarse el dinero [la editorial] en solapas guapas ni en guardas preciosistas,
no, sino a gastárselo en lo que es el proceso de edición básico (ese proceso
que, sin embargo, está ensombrecido frente a las solapas guapas y a las guardas
preciosistas, precisamente porque no se pueden importar al escaparate o
entrarle por la vista del consumidor).
Hay alguna nimiedad que otra por ahí como
«edifico» por «edificio» en la página 78.
Cabe insistir en que esa clase de fallos no son achacables
al traductor, redactor, whatever… El
papel del corrector no es un capricho y no se basa en la desconfianza con
respecto al trabajo de quienes redactan, sea en virtud de traductores o de creadores, sino que su presencia clásica
en el proceso de edición se justifica por las incorrecciones inherentes a los
trabajos previos sobre el texto y a la naturaleza de los mismos. De hecho, la
prosa de la traductora es muy buena y carece de la afectación de la que tantas traducciones no acaban de librarse.
Por supuesto, un trabajo de traducción o de corrección
puede estar muy bien hecho y contener algún error (contradicción que
generalmente se explica por causa de los plazos). Es posible que esté siendo
duro de más por la estupefacción que me causa el envoltorio que se le ha puesto
para presentársela al gran público a una obra que es y merece más. Sea como sea
y por fortuna, errores como el señalado no abundan.
Lamento, por otra parte, la posibilidad de estar
contribuyendo a quitarle a alguien unas migajas de pan de la boca, sea a la
autora, a la traductora o a los distintos participantes del proceso editorial,
pero por desgracia resulta imposible hacer un boicot sin romper algunos huevos
y personalmente soy de quienes prefieren joder a alguien para hacer el mundo un
poco mejor que para sacarse algún leuro de más, llámenme bolchevique si
quieren.
En fin, para terminar: compren lo que quieran,
pero no dejen de leer Me llamo Lucy
Barton. Es un novelón. Es literatura.
No hay comentarios:
Publicar un comentario