Tengo que decir que observo con
una cierta mirada escéptica ese género que se ha venido a llamar autoficción, pero en los últimos años ha
habido un aumento tan inmenso de la publicación de obras que se encuadrarían en
el mismo, que no se puede ignorar sin más, por lo menos a la hora de
reflexionar sobre en dónde nos encontramos (a la hora de leer, por descontado
que cada uno es libre de cerrar o abrir las puertas que le venga en gana). No
se me caen los anillos, por lo demás, porque uno de los libros que más me ha
impactado que se haya publicado en los últimos años, Nada se opone a la noche de Delphine de Vigan, pertenezca a este
género; es decir, que aunque no confío mucho en sus posibilidades en general,
no lo condeno ni mucho menos a la hora de valorar cada caso particular.
La autoficción, que a lo tonto ya
no es un género tan nuevo, tiene sus pros y sus contras. Para empezar, se trata
de una buena jugada ante el atolladero posmoderno, cuando después de 1001
grandes novelas americanas puede que el mundo ya haya tenido suficiente
vanguardia, o al menos suficiente de esa vanguardia; hasta que se presente otra
opción mejor, la autoficción parece una alternativa provisional muy apropiada,
ya que en esto de las lides artísticas siempre es más agradecida una huida
hacia delante que una hacia atrás como la que pretendían o pretenden los del
Nuevo Drama o Jesús Carrasco, entre otros, y que conste que no estoy diciendo
que el producto de estas propuestas sea necesariamente malo, solo que en el
nivel historiográfico-evolutivo son irrelevantes, a menos que vayan a actuar
como bisagra hacia otra cosa. Siempre está bien, en cualquier caso, que haya
diversos frentes por los que atacar. // La autoficción permite también, si se
quiere, incidir en ese terreno tan a menudo incomprendido que se ubica entre la
narrativa y el ensayo y que en una novela
al uso puede resultar a veces demasiado forzado o innecesario
(independientemente de que lo sea) para el receptor. // Oí o leí por ahí, además,
una idea que me pareció acertada, y es que la autoficción es un género que va
que ni pintado a la literatura española de la [post-]modernidad, porque en
general en este país siempre ha habido más querencia por lo testimonial que por
lo imaginativo (yéndonos al largo plazo, no en vano ellos tienen a Sigfrido, que entre otras heroicidades mata a un
dragón y adquiere la inmortalidad con truco al bañarse en su sangre, y nosotros al Cid, que les mete un puro de
no te menees a los violadores de sus hijas, juicio mediante; pues eso). No es
que en España no haya habido novela posmoderna, es que en España la
posmodernidad ha presentado su morfología particular, con especial apego a la
novela realista decimonónica (un paradigma de todo esto, por generación y estilo,
podría ser Antonio Muñoz Molina). Que las formas más usuales de posmodernismo
literario solo hayan llegado a obtener un cierto protagonismo en España ya bien
entrado el s. XXI no es un hecho que contradiga este relato, lo confirma. Todo
esto, claro, no es porque sí, ni se trata de una cuestión de genética: tiene un
trasfondo histórico; pero hasta aquí con eso vale, tampoco vamos a
reconstruirlo aquí. Decía, en resumen y en definitiva [y decía también que la
reflexión no es mía, aunque sí las palabras con las que procedo a resumirla],
que este es un estilo que viene muy bien al caldo de cultivo de la literatura
española, pues está muy bien condimentado a este efecto.
¿Desventajas? Varias. // Los
escritores con talento en lo formal siempre pueden coger una historia existente
cualquiera y literalizarla sin más, sin que quede muy claro cuál es su
aportación a la misma, aparte de la lección de estilo, como Carrère con
Limónov/Limónov, por ejemplo. Tengo
la impresión de que Carrère le robó algo a Limónov para enmascararlo como
propio en un envoltorio de pericia literaria y estafarnos de algún modo a todos
los demás, y soltarnos una serie de pinceladas, de paso, de un carácter
profundamente conservador. // Por otra parte, aunque los autores juren una y
otra vez que todo esto es tan literario como el Don Quijote y que de lo que hablamos es de literatura y solo de
literatura, al final todo esto es mentira. Lo cierto es que no estamos hablando
de otra cosa que de ellos, de su vida, de las personas que conocen y les
apasionan, y eso parece obligar a la delicadeza a la hora de emprender la
crítica, lo que es injusto para el crítico a todas luces. Se hace difícil dar
una negativa rotunda a La hora violeta
sin que aparezca algún pontífice que acuse al crítico de ser poco menos que un
monstruo dispuesto a hacer leña con el dolor del autor. No importa si los autores
se aprovechan de ello o no, si luchan contra ello o no, la trampa está ahí, es
inherente al género y es muy dañina si lo que se quiere es que la literatura
siga su curso con naturalidad (con toda la naturalidad que un artificio pueda
seguir su curso). // Relacionado con esto, otro peligro de la autoficción es el
del sensacionalismo, que solo acabe habiendo sitio en la literatura para quienes
han vivido (preferiblemente) o conocen algo morboso que contar y están
dispuestos a contarlo, y que se juzgue tanto mejor la obra cuanto más morboso
sea el asunto de que se trate. Hacia eso puede ir la literatura y en un cierto
sentido ya está yendo ahí (y en el fondo por eso, aunque no sé si alguna vez
llegaré a tomarme la molestia de leerlo, quizá sea más honesta y valiosa en ese
sentido la vacuidad de Karl Ove Knausgård). // Y por seguir con el
encadenamiento de consecuencias, relacionado a su vez con esto último, está el
hecho de que con la autoficción se recupera de rebote esa imagen del artista
como ser que sufre y del arte como el fruto de su sufrimiento, la imagen del
artista esteta y desbocado originada en el romanticismo, pero ahora liberada de
metafísica. Esta es una noción que nunca ha desaparecido del todo en la
sociedad, en el terreno literario en particular si hablamos de autores de
poesía, y que personalmente me parece pérfida y retrógrada; es por eso mismo
que, de hecho, no ha desaparecido y hasta se ha incentivado, porque cumple una
función represiva: el artista como alguien anormal: el artista como alguien que
sufre: el artista como alguien que paga: permanece tranquilo en tu normalidad:
aléjate del arte, es nocivo para la salud: etc.
En fin, todo eso ronda a la
autoficción, por no decir que se trata de un género que no parece capaz de
prometer muchas más novedades fuera del «vamos a ver quién la tiene más grande»
ocasionado por el sensacionalismo narrativo del que hablábamos antes. Bien es
verdad que probablemente en la época de Joyce y Woolf pareciera que ya no había
muchas más vueltas que darle a la literatura, cuando en realidad se trataba del
principio del [post-]modernismo literario y no de su punto final.
Y aquí es cuando me propongo
escribir unas líneas sobre El comensal
de Gabriela Ybarra y me enfrento a todos esos pros y todos esos contras de los
que acabo de hablar, porque, mal que le pese a Gabriela Ybarra, cuando se habla
de El comensal, y no hay más que leer
las diversas entrevistas que se han publicado y publican aquí y allá para darse
cuenta, no se está hablando de literatura, o bien el protagonismo de esta en la
conversación es muy reducido. En El
comensal, en ese estilo periodístico y sin adornos que se suele relacionar
de modo algo acrítico con Hemingway y que, de una forma muy sutil, a veces
oculta no una intrahistoria más poderosa que lo que simplemente se está
contando sino simplemente la falta de talento, Gabriela Ybarra nos narra dos
dolores familiares diferentes, pero que se tocan como recuerdo de dolor
historial, y entretanto nos va dando detalles, en el estilo hemingwayano que
decíamos, sobre su vida y estudios en Nueva York, el hospital privado donde
tratan a su madre o su trabajo como analista del mercado de cosméticos, y deja
caer alguna frase imbuida del prejuicio con el que se habla desde los
automatismos de una posición de privilegio como: «He venido a Brighton Beach
para ver cómo es esto. Después de recorrer varias de sus calles, puedo decir
que es un barrio terrible. Es feo y está lleno de tullidos. Por el paseo
marítimo circulan ancianos empujando tacatacas y gordos en silla de ruedas.
Mientras escribo estas palabras me alegro de que mi madre nunca viniera aquí»
[página 127 de la edición de 2015]. Sí, claro, es literatura, la cuestión es
que la autora de la novela está transmitiéndonos pura y llanamente su vida y
sus pensamientos; que sí, que es ficción,
pero también es auto, así que no
traten de dármela con queso. Es ficción
valdría si esta frase la dijeran un personaje o un narrador, incluso aunque
pareciera injustificada (porque, efectivamente, señores, por si hace falta
repetirlo, las opiniones del narrador y de los personajes no tienen por qué ser
las del autor), pero en este caso el narrador, el personaje y el puño que
escriben son lo mismo, y no hay nada que nos haga pensar que en algún momento
se haya(n) planteado el contenido de lo que está(n) diciendo. Eso es prejuicio.
En El comensal también hay frases que
merecen por derecho propio la acepción de literatura con todas las letras,
como: «Mi madre era muchas de las cosas que se suelen decir sobre la gente
muerta, pero en su caso todas eran verdad» [página 139 de la misma edición].
Pero en cualquier caso creo que, por un lado, El comensal vende (consciente o inconscientemente) franqueza, y yo
no la encuentro (no esa franqueza que esperan los amigos de lo amarillo rosado,
sino franqueza personal literaria, exploración voluntaria y profunda de la
propia subjetividad); por otro lado, El
comensal vende literatura, y la literatura de El comensal podría ser mejor. Muchas veces en este blog, cuando un
libro no gusta del todo o no acaba de gustar, se suele decir con la boca pequeña: «XXX no es un mal libro» o «XXXX no es
un mal escritor», aunque siempre haya fanáticos que encuentren que eso es
pisotear el trabajo de alguien (cuando, de hecho, trabajo y alguien son
justamente las dos presencias que empequeñecen mi boca), de El comensal se dirá aquí, sin embargo,
que no es un buen libro.
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