viernes, 4 de noviembre de 2016

la autoficción y un botón de muestra ['El comensal' de Gabriela Ybarra]

Tengo que decir que observo con una cierta mirada escéptica ese género que se ha venido a llamar autoficción, pero en los últimos años ha habido un aumento tan inmenso de la publicación de obras que se encuadrarían en el mismo, que no se puede ignorar sin más, por lo menos a la hora de reflexionar sobre en dónde nos encontramos (a la hora de leer, por descontado que cada uno es libre de cerrar o abrir las puertas que le venga en gana). No se me caen los anillos, por lo demás, porque uno de los libros que más me ha impactado que se haya publicado en los últimos años, Nada se opone a la noche de Delphine de Vigan, pertenezca a este género; es decir, que aunque no confío mucho en sus posibilidades en general, no lo condeno ni mucho menos a la hora de valorar cada caso particular.


La autoficción, que a lo tonto ya no es un género tan nuevo, tiene sus pros y sus contras. Para empezar, se trata de una buena jugada ante el atolladero posmoderno, cuando después de 1001 grandes novelas americanas puede que el mundo ya haya tenido suficiente vanguardia, o al menos suficiente de esa vanguardia; hasta que se presente otra opción mejor, la autoficción parece una alternativa provisional muy apropiada, ya que en esto de las lides artísticas siempre es más agradecida una huida hacia delante que una hacia atrás como la que pretendían o pretenden los del Nuevo Drama o Jesús Carrasco, entre otros, y que conste que no estoy diciendo que el producto de estas propuestas sea necesariamente malo, solo que en el nivel historiográfico-evolutivo son irrelevantes, a menos que vayan a actuar como bisagra hacia otra cosa. Siempre está bien, en cualquier caso, que haya diversos frentes por los que atacar. // La autoficción permite también, si se quiere, incidir en ese terreno tan a menudo incomprendido que se ubica entre la narrativa y el ensayo y que en una novela al uso puede resultar a veces demasiado forzado o innecesario (independientemente de que lo sea) para el receptor. // Oí o leí por ahí, además, una idea que me pareció acertada, y es que la autoficción es un género que va que ni pintado a la literatura española de la [post-]modernidad, porque en general en este país siempre ha habido más querencia por lo testimonial que por lo imaginativo (yéndonos al largo plazo, no en vano ellos tienen a Sigfrido, que entre otras heroicidades mata a un dragón y adquiere la inmortalidad con truco al bañarse en su sangre, y nosotros al Cid, que les mete un puro de no te menees a los violadores de sus hijas, juicio mediante; pues eso). No es que en España no haya habido novela posmoderna, es que en España la posmodernidad ha presentado su morfología particular, con especial apego a la novela realista decimonónica (un paradigma de todo esto, por generación y estilo, podría ser Antonio Muñoz Molina). Que las formas más usuales de posmodernismo literario solo hayan llegado a obtener un cierto protagonismo en España ya bien entrado el s. XXI no es un hecho que contradiga este relato, lo confirma. Todo esto, claro, no es porque sí, ni se trata de una cuestión de genética: tiene un trasfondo histórico; pero hasta aquí con eso vale, tampoco vamos a reconstruirlo aquí. Decía, en resumen y en definitiva [y decía también que la reflexión no es mía, aunque sí las palabras con las que procedo a resumirla], que este es un estilo que viene muy bien al caldo de cultivo de la literatura española, pues está muy bien condimentado a este efecto.


¿Desventajas? Varias. // Los escritores con talento en lo formal siempre pueden coger una historia existente cualquiera y literalizarla sin más, sin que quede muy claro cuál es su aportación a la misma, aparte de la lección de estilo, como Carrère con Limónov/Limónov, por ejemplo. Tengo la impresión de que Carrère le robó algo a Limónov para enmascararlo como propio en un envoltorio de pericia literaria y estafarnos de algún modo a todos los demás, y soltarnos una serie de pinceladas, de paso, de un carácter profundamente conservador. // Por otra parte, aunque los autores juren una y otra vez que todo esto es tan literario como el Don Quijote y que de lo que hablamos es de literatura y solo de literatura, al final todo esto es mentira. Lo cierto es que no estamos hablando de otra cosa que de ellos, de su vida, de las personas que conocen y les apasionan, y eso parece obligar a la delicadeza a la hora de emprender la crítica, lo que es injusto para el crítico a todas luces. Se hace difícil dar una negativa rotunda a La hora violeta sin que aparezca algún pontífice que acuse al crítico de ser poco menos que un monstruo dispuesto a hacer leña con el dolor del autor. No importa si los autores se aprovechan de ello o no, si luchan contra ello o no, la trampa está ahí, es inherente al género y es muy dañina si lo que se quiere es que la literatura siga su curso con naturalidad (con toda la naturalidad que un artificio pueda seguir su curso). // Relacionado con esto, otro peligro de la autoficción es el del sensacionalismo, que solo acabe habiendo sitio en la literatura para quienes han vivido (preferiblemente) o conocen algo morboso que contar y están dispuestos a contarlo, y que se juzgue tanto mejor la obra cuanto más morboso sea el asunto de que se trate. Hacia eso puede ir la literatura y en un cierto sentido ya está yendo ahí (y en el fondo por eso, aunque no sé si alguna vez llegaré a tomarme la molestia de leerlo, quizá sea más honesta y valiosa en ese sentido la vacuidad de Karl Ove Knausgård). // Y por seguir con el encadenamiento de consecuencias, relacionado a su vez con esto último, está el hecho de que con la autoficción se recupera de rebote esa imagen del artista como ser que sufre y del arte como el fruto de su sufrimiento, la imagen del artista esteta y desbocado originada en el romanticismo, pero ahora liberada de metafísica. Esta es una noción que nunca ha desaparecido del todo en la sociedad, en el terreno literario en particular si hablamos de autores de poesía, y que personalmente me parece pérfida y retrógrada; es por eso mismo que, de hecho, no ha desaparecido y hasta se ha incentivado, porque cumple una función represiva: el artista como alguien anormal: el artista como alguien que sufre: el artista como alguien que paga: permanece tranquilo en tu normalidad: aléjate del arte, es nocivo para la salud: etc.


En fin, todo eso ronda a la autoficción, por no decir que se trata de un género que no parece capaz de prometer muchas más novedades fuera del «vamos a ver quién la tiene más grande» ocasionado por el sensacionalismo narrativo del que hablábamos antes. Bien es verdad que probablemente en la época de Joyce y Woolf pareciera que ya no había muchas más vueltas que darle a la literatura, cuando en realidad se trataba del principio del [post-]modernismo literario y no de su punto final. 


Y aquí es cuando me propongo escribir unas líneas sobre El comensal de Gabriela Ybarra y me enfrento a todos esos pros y todos esos contras de los que acabo de hablar, porque, mal que le pese a Gabriela Ybarra, cuando se habla de El comensal, y no hay más que leer las diversas entrevistas que se han publicado y publican aquí y allá para darse cuenta, no se está hablando de literatura, o bien el protagonismo de esta en la conversación es muy reducido. En El comensal, en ese estilo periodístico y sin adornos que se suele relacionar de modo algo acrítico con Hemingway y que, de una forma muy sutil, a veces oculta no una intrahistoria más poderosa que lo que simplemente se está contando sino simplemente la falta de talento, Gabriela Ybarra nos narra dos dolores familiares diferentes, pero que se tocan como recuerdo de dolor historial, y entretanto nos va dando detalles, en el estilo hemingwayano que decíamos, sobre su vida y estudios en Nueva York, el hospital privado donde tratan a su madre o su trabajo como analista del mercado de cosméticos, y deja caer alguna frase imbuida del prejuicio con el que se habla desde los automatismos de una posición de privilegio como: «He venido a Brighton Beach para ver cómo es esto. Después de recorrer varias de sus calles, puedo decir que es un barrio terrible. Es feo y está lleno de tullidos. Por el paseo marítimo circulan ancianos empujando tacatacas y gordos en silla de ruedas. Mientras escribo estas palabras me alegro de que mi madre nunca viniera aquí» [página 127 de la edición de 2015]. Sí, claro, es literatura, la cuestión es que la autora de la novela está transmitiéndonos pura y llanamente su vida y sus pensamientos; que sí, que es ficción, pero también es auto, así que no traten de dármela con queso. Es ficción valdría si esta frase la dijeran un personaje o un narrador, incluso aunque pareciera injustificada (porque, efectivamente, señores, por si hace falta repetirlo, las opiniones del narrador y de los personajes no tienen por qué ser las del autor), pero en este caso el narrador, el personaje y el puño que escriben son lo mismo, y no hay nada que nos haga pensar que en algún momento se haya(n) planteado el contenido de lo que está(n) diciendo. Eso es prejuicio. En El comensal también hay frases que merecen por derecho propio la acepción de literatura con todas las letras, como: «Mi madre era muchas de las cosas que se suelen decir sobre la gente muerta, pero en su caso todas eran verdad» [página 139 de la misma edición]. Pero en cualquier caso creo que, por un lado, El comensal vende (consciente o inconscientemente) franqueza, y yo no la encuentro (no esa franqueza que esperan los amigos de lo amarillo rosado, sino franqueza personal literaria, exploración voluntaria y profunda de la propia subjetividad); por otro lado, El comensal vende literatura, y la literatura de El comensal podría ser mejor. Muchas veces en este blog, cuando un libro no gusta del todo o no acaba de gustar, se suele decir con la boca pequeña: «XXX no es un mal libro» o «XXXX no es un mal escritor», aunque siempre haya fanáticos que encuentren que eso es pisotear el trabajo de alguien (cuando, de hecho, trabajo y alguien son justamente las dos presencias que empequeñecen mi boca), de El comensal se dirá aquí, sin embargo, que no es un buen libro.

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