lunes, 22 de octubre de 2012

Filosofar sin pensar también se puede

Como cualquiera bien sabe, es ingente la cantidad de palabras vertidas, escritas y dichas sobre el afamado filólogo y filósofo de la sospecha Friedrich Nietzsche, ya sea sobre su vida o sobre su obra—cabe matizar aquí que filología y filosofía solo fueron los campos más destacados de su prolija actividad humanística, en la que nos encontramos también con una sana dedicación a la composición musical y a la poesía; en opinión del que suscribe, todo hay que decirlo, con bastante mala pata.
En cualquier caso, nunca se dirá suficientes veces ni con la claridad que ello precisa, que tenía un prominente bigote. El gran cepillo de Friedrich Nietzsche, el mostachón por excelencia, ha deslumbrado a la humanidad entera desde los tiempos en que el alemán escribiera El Anticristo hasta hoy día. Probablemente son muchas más las personas que sabrían explicar, siquiera a groso modo, el pensamiento de Hobbes antes que el de Friedrich Nietzsche y, sin embargo, ¿quién tiene la estampa del filósofo inglés grabada a fuego en la mente, en tanto nadie necesita que le recuerden que Friedrich Nietzsche era aquel filósofo locuelo con un insigne bigotón? Algo en su mirada nos atrapa y aterra, como el abismo frente al que él mismo nos advertía en una de sus sentencias más célebres; pero no se trata de sus ojos de lunático, pronunciados por la impresión efectista de un turgente toro supraorbital que neandertaliza efectivamente su rictus perturbado. No. Se trata, sin duda ninguna, de su bigote. Sin él, nada en Nietzsche es diferente o siquiera destacable, como así se puede extraer de sus imágenes de juventud, porque: ¿quién reconoce la estampa del Nietzsche juvenil? ¿quién se para ante un fotografía fortuita del personaje para decir: “Anda, mira, si es Nietzsche cuando era muchacho”? Todo su poderío está confinado en su bigote y si nos creemos su efusivo discurso sobre la voluntad es solo gracias a su bigote y si la filosofía del martillo nos parece verdaderamente martilleante es por obra de su bigote y si, en fin, caemos en la tentación de dar alguna credibilidad a aquellos que insisten en que había trazas de protonacionalsocialismo en su pensamiento todo el mérito es, qué duda cabe, de su terrible bigote. ¿Alguien se imagina que fuesen Voltaire o Descartes, cualquiera de ellos dos, el autor de Así habló Zaratustra? Nos habríamos creído que se trataba de una broma. El bozo de Descartes solo daba para su fantasía etílica sobre el genio maligno y, con respecto al primero, ni siquiera tenía bigote. Así, Nietzsche vino a poner fin a las divagaciones racionalistas de la modernidad, a poner en entredicho la existencia de una moralidad universal mínima y a las exclamaciones universalistas armado con su bigote; estaba harto de tonterías y quería expresarlo claramente y poner fin a la farsa de la deriva occidental, y para ello puso por delante su exagerado bigote, como expresión de primera mano, frente a la actitud decididamente lampiña de los hijos y nietos de la Ilustración.
En todas las casas con libros hay libros de Nietzsche, pero no necesariamente de Platón o de Aristóteles o del cabrón de Adam Smith. A estas alturas no hará falta que insista: esto es así gracias a su bigote. Porque, ¿cuál es la razón de que nadie se anime con filósofos mucho menos enrevesados y más de andar por casa que el bueno de Friedrich? Resulta obvio pensar que un profano que tenga curiosidad jamás compraría un libro de Rosseau, Hume o Locke por la estampa del autor, ya que la impresión que tendrá sea seguramente la de que le van a dar un soberano coñazo, pero no ocurre así con el filósofo alemán, cuyo mostacho intimidador promete todo lo que buscamos en la vida para combatir el aburrimiento: polémica, diversión, oscuridad, contradicción, alarmismo, actitudes existencialistas, fanfarronería, terror, verdad, lucidez, denuncia, humanidad, libertad y todo lo que se nos ocurra; y todo ello, ya lo he dicho, se resume y recoge en un magnífico bigote.

2 comentarios:

  1. Aunque las dos últimas líneas se acercan un poco al filósofo del que hablas, toda la concepción del artículo es mera marrullería. El bigotudo pagó y sigue pagando muy caro el estilo con el que eligió publicar su obra, aparentemente al alcance del entendimiento más romo. Su problema con el estilo, como el de Marx, consiste en que, estos dos filósofos, los más importantes del siglo XIX, estaban sinceramente implicados con el horror cotidiano en el que vivia su sociedad. Esto hace que el sentimiento de urgencia con el que escribían de pie a todo tipo de malinterpretaciones, incluyendo la tuya, que quizá creas muy ingeniosa, pero que ni lo es ni aporta nada.

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  2. ¡ay, marrullería! ¡pero qué palabra más fea!
    será una obviedad que te diga que no estamos de acuerdo, claro.
    te recomiendo, no obstante, que no te tomes ciertas cosas demasiado en serio. tampoco hay que sacar ínfulas de catedrático para hablar de los pitufos, ¿no?
    ¡gracias por pasarte y por el comentario!

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