Cuando Kandinsky visitó la exposición de los impresionistas en 1896, la pintura de Monet causó en él un gran impacto, en particular el cuadro Los almiares (1890-1891). Él mismo dejó escrito: «Observé con estupor que aquel cuadro turbaba y fascinaba, se fijaba indeleblemente en la memoria hasta el menor detalle […] En lo más hondo de mí surgió la primera duda sobre la importancia del objeto como elemento necesario del cuadro».
Hay que tener muy
presente para comprender el camino iniciado por Kandinsky, que la influencia
que entonces comenzó a ejercer sobre él Monet no fue de origen formal, sino
intelectual; lo que «impresionó» a Kandinsky fueron las posibilidades que se
abrían ante él y no el aspecto visual en el sentido estricto, no el logro
pictórico sino el contenido estético, la noción de que representación y pintura
ya no tenían por qué ir de la mano, algo que de hecho es probable que el propio
Monet no llegase a intuir nunca. El primer periodo de Kandinsky (el de pinturas
como Vieja Ciudad II o el célebre El jinete azul / Der Blaue Reiter) es llamado a veces «periodo impresionista», y
esto es acertado al menos en la misma medida en que es desacertado, pues da una
idea equivocada de lo que realmente está sucediendo en esos óleos, a los que,
para comenzar, el posimpresionismo o los nabis, que ya han irrumpido de forma
sonora en la historia, han impregnado con su marca, por no hablar de Matisse,
el interés temprano de Kandinsky por la relación entre música y pintura o la
influencia de los nuevos descubrimientos científicos (la radioactividad, en
concreto). Frente a Monet o al resto de los impresionistas puros y duros, la
preocupación de Kandinsky, desde el principio, no se centra en la luz sino en
el cromatismo, los colores fuertes y el contraste entre los mismos. Resulta
difícil pensar que un impresionista (ya no un posimpresionista o un fauvista)
hubiera pintado un cuadro como Vieja
Ciudad II. Incluso cuando pinta un cuadro de corte indudablemente realista
(aunque ya en 1905) como el retrato de Gabrielle Münter (que él mismo
despreció, calificándolo de «porquería»), Kandinsky va cargado de futuro y
remite al naturalismo inquietante del Munch más realista (probablemente más por
el signo de los tiempos que por influencia directa de este).
Los textos nos pueden decir mucho
sobre una obra de arte dada o sobre el devenir del arte en general, sin
embargo, quizá cuando nuestra intención es disfrutar como público antes que
como estudiantes o estudiosos, lo mejor que podemos hacer es olvidarnos
precisamente de los textos y limitarnos a ver. Aunque se pueden poner muchos
matices a esta afirmación o negar la mayor directamente, es un apunte
importante en la era de Wikipedia y la erudición 3.0. En fin, los textos pueden
dar un contexto a la obra, pero la obra también da un contexto a los textos y
si perdemos de vista ese último sentido del intercambio informativo para la
contextualización, corremos el riesgo de analizarlo todo a partir de un
contexto artificioso (creado a partir de un apriorismo o apriorístico en sí
mismo, por ejemplo) y por lo tanto falso (y lo hacemos). Para valorar la
relación entre influencia y resultado y de paso calibrar la relación entre
pasado y futuro en la conversación artística, plástica en este caso, nunca
viene de más recordar la veneración de Bacon por Velázquez, que no era ni más
ni menos que su modelo artístico. En este caso queda patente que los resultados
no da lugar a reduccionismos mecanicistas. Nadie diría que Bacon es un pintor
barroco al estilo del siglo XVII. Así, decir que Kandinsky fue alguna vez un
pintor impresionista o un imitador de Monet, etc.
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