De un tiempo a esta parte, algunas personas han descubierto
ciertas cosas sobre el funcionamiento de nuestra sociedad y cómo el poder se
refleja y distribuye en ella hasta en los elementos más nimios y, sorprendidas,
indagan en ello, lo que es bueno. Por otra parte, observo que no pocas de estas
mismas personas, quizá imbuidas por el entusiasmo, nos llaman a la atención a
otros e incluso nos dan lecciones bienintencionadas, como si no fuera posible
que alguien se hubiera planteado ya antes esas cuestiones y el resto solo
pudiéramos ser o compañeros de recorrido u ovejas descarriadas a las que
hubiera que instruir.
Igual que en los partidos comunistas tradicionales la
discusión sobre el materialismo dialéctico acaba ahogando el verdadero debate
(por explicarlo de forma simple y simplista), la corrección política mal
entendida se hace ahora con los espacios de conversación político-social a
cualquier nivel, de forma que una laxitud nimia en las formas (que muchas veces
no es debido sino al simple hecho de que en ocasiones se trata de ir a lo que
en ese momento y discusión específica -no en lo general, ojo- importa) se ve asaltada por la imposición
de esa corrección política mal entendida, al igual que en esos casos, ahora que
tanto se departe en las redes, en los que un acento mal puesto es aprovechado
por quien prefiere atajar la discusión (evitarla, en el fondo) para discutir
sobre acentos, en lugar de sobre temas, aunque sea de sobras conocido que el
asesino ortográfico en cuestión tenga un perfecto dominio de la lengua (lo que, sin embargo, es puesto en duda por los guardianes de la
moral, en este caso la moral ortotipográfica).
De esto es de lo que hablaba Zizek en En defensa de la
intolerancia, aunque paradójicamente sea un
autor muy citado por los nuevos defensores de la moral (las modas se solapan,
aun en contradicción).
Da igual que hablemos de marxismo, postestructuralismo
revolucionario o de izquierdas, feminismo, lucha por los derechos de la
comunidad LGBT, ecologismo y un largo etcétera; siempre habrá una «ortodoxia», consciente o
inconsciente de su papel, que además lo será más por un deseo implícito de
imposición que por una verdadera fidelidad ideológica.
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