lunes, 18 de abril de 2016

llegar a la meta


Filosofía inacabada de Marina Garcés.

Interesante repaso de la filosofía del siglo XX hasta hoy y de los problemas a los que una filosofía útil (hoy por hoy inacabada, de ahí el título) debería hacer frente.
Si uno sabe que Marina Garcés redactó una presentación para la novela Pornoburka, de Brigitte Vasallo —obra, esta, más bienintencionada que afortunada, por mucho que se empeñe en otra cosa el premiocervantisco Goytisolo, y que pone de relieve cómo hasta en el aparentemente subversivo mundo queer-performativo ya dio tiempo a que tomase posiciones un aburguesamiento academicista que no capta, a estas alturas, la importancia de las condiciones materiales, de tener pan en la boca, en definitiva, para la creación de realidad, y que nos vende una serie de arquetipos lumpen distorsionados en positivo, sin advertir ni por un minuto que todo lo que nos está escupiendo en la cara son una serie de prejuicios elitisto-cool, los del artista al que le encanta estar rodeado de putas y yonquis—, puede imaginarse por dónde van los tiros o al menos algunos de los tiros.

El libro de Marina Garcés tiene la característica de poder ser, hasta cierto punto, un manual de filosofía actual que da inicio en el momento en que esta comienza a configurase (con Hegel, aparentemente, aderezado con las especias de los filósofos de la sospecha, hasta llegar a Husserl, de quien verdaderamente arranca su relato, tras un énfasis inicial en Nietszche), pero de poder también resultar interesante al iniciado, pues la autora no se conforma que ser historiadora de la filosofía, sino que además hace las veces de filósofa (dos funciones, la de historiar la filosofía y la de hacerla, casi nunca apropiadamente diferenciadas), ofreciendo una exposición crítica y con propuestas.

Hay que tener en cuenta, no obstante, por lo dicho sobre su cierta condición de manual de filosofía actual, que se trata de una obra que da por dominados unos conocimientos básicos en filosofía y un manejo de ciertos conceptos en el modo concreto en que son propios de esta disciplina, pero si el lector, como el autor de esta crítica, es de los que piensa que no es necesario entender absolutamente cada palabra para disfrutar de una obra de filosofía (o de biología o de genética o sociología), entonces no habrá problema.

El libro se divide en dos partes. En la primera, Filosofía para un mundo común, se trata de exponer las problemáticas a que se enfrenta o debería enfrentarse esta filosofía inacabada que llega hasta hoy (y que, para seguir siendo filosofía, debe seguir siendo inacabada), y dónde está el origen y formación de dichas problemáticas. Quizá esta sea la parte en que la autora pone más de su propio pensar y cuenca con varias ideas definidas e interesantes. Se pueden destacar capítulos como «Europa es indefendible» o La estandarización del pensamiento, aunque en general se trata de una lectura productiva y amena, si bien no pocas veces cae en los enredos léxicogramaticales tan propios de cierta filosofía y que tanto daño hacen a la tarea de popularización (por ejemplo, cuando explica la polémica entre François Jullen y Jean François Billetes, es probable que el lector medio pase por el párrafo pensando que no entendió nada, y que el iniciado piense que quizá no haya más que paja en el contenido de la misma, cuando probablemente no es así). Algunos aducirán que, por contra, se gana en una cierta equivalencia literaria que valoriza los textos en otra dimensión más estética que también puede ser atractiva al lector, pero esto no es cierto y el s. XIX ya pasó y hace tiempo que la pura filigrana tampoco es un valor en literatura pura.

La segunda parte, El siglo inacabado, es la que trata propiamente de los filósofos contemporáneos en un orden cronológico: Nietzsche, Husserl, Heidegger, Wittgenstein, Sartre, Merleau-Ponty, Gadamer, María Zambrano, Hannah Arendt, Adorno, Habermas, el marxismo hasta Althusser, Antonio Negri, Foucault, Deleuze, Derrida, Judith Butler, Vattimo y Lyotard, Popper, Rorty, Ranciére y un último capítulo dedicado a Maurice Blanchot, Giorgio Agambéen y Jean-Luc Nancy, aunque sobre todo al primero de los tres.

A nadie se le escapa que esta selección de autores, frente a otra posible, está llena de significado (o que en este relato, el destino del marxismo es ser Althusser, para desde ahí diluirse en el curso del pensamiento). Cada una de estas lecturas es interesante y algunos de los capítulos tienen un gran mérito, como la explicación concisa, clara y completa de Foucault en unas tres o cuatro páginas; si alguien necesitase un «Foucault para alumnos del instituto», este podría ser uno, lo que no es poco mérito. Sin embargo, en otros capítulos, como los dedicados a Negri, Deleuze o Derrida, la autora cae en los excesos literalizantes que empañan la obra de estos filósofos, dejando, a mi parecer, entrever en la explicación lo que ellos mismos legan en su exposición: que independientemente de la importancia de sus aportaciones al pensamiento occidental, con las que se da por ganado su lugar en el panteón de la filosofía (más claramente, a mi parecer, en el caso de Derrida), nunca dieron para tantas páginas como se pretendió o como ellos mismos pretendieron escribir, más allá, de hecho, de esas aportaciones concretas. También es interesante la exposición sobre Butler, que sin rechazar la lectura foucaultiana de la filósofa estadounidense, enfatiza los elementos derridianos (o derriéicos) de su filosofar, lo que no deja de ser inusual, al menos en la bibliografía que el menda se manejó hasta hoy y que incluye, claro, la lectura y reflexión directa sobre la obra que ha producido la propia JB hasta ahora. Más cosas destacables: hay un capítulo dedicado a María Zambrano pero no uno a Ortega y Gasset. Esto merece un aplauso muy gordo porque, independientemente de las deudas de Zambrano con Gasset, que no dejan de reconocerse en este capítulo, no se reivindica lo suficiente la autonomía de su pensamiento, así como el hecho de que el mundo en el que vivimos (no digo el de ayer ni el de mañana) el legado de Zambrano es probablemente más relevante que el de él y sus circunstancias, aunque sea en el apartado estético.

En fin, como se desprenderá de lo expuesto, el libro es una defensa, consciente o inconsciente, de la posmodernidad. No deja de ser curioso que los enemigos declarados del historicismo y el metarrelato sigan empeñados en ofrecer nuevos metarrelatos, pareciendo incapaces de desprenderse, en fin, de la veta historicista. En el caso de Filosofía inacabada un metarrelato, además, que para funcionar requiere que se acepten una serie de apriorismos terminológico-conceptuales y la exclusión de otros discursos relevantes que lo chafarían o que incomodarían su acomodo. En este aspecto se puede mencionar a (independientemente de la valía intelectual que yo pueda atribuir a cada uno de los mencionados): Fredric Jameson, Noam Chomsky, Slavoj Zizej, Pierre Bourdieu, Guy Debord, Perry Anderson, Terry Eagleton, Mike Davis, David Harvey, Alaine Touraine, Zygmunt Bauman y tantos más. Por supuesto, una presentación de la filosofía que un autor dado considera más relevante no lleva implícita la obligación de tener en cuenta a cada autor que haya generado pensamiento en los últimos tropecientos años, pero cualquier intento de pormenorización que se niegue a conversar con los escollos que puedan encontrase para su fijación ha de asumir su flaqueza.

Hay otro detalle que es importante reseñar: en el relato histórico que esta autora propone, la lucha contra la metafísica ocupa un lugar importante en la misión de la filosofía, condición necesaria para que se libere a sí misma para empezar. Pero, como deja entrever con más claridad que en ningún otro momento (porque la autora no es clara a este respecto y hay que estar avezado en la lectura para advertir los detalles) en el capítulo dedicado a Popper, para Marina Garcés la metafísica no es ni más ni menos que la noción de una realidad objetiva («presupuesto metafísico de la regularidad de la naturaleza», dice literalmente). Se habrá quedado a gusto con semejante inversión del sustantivo. Si se estuviera hablando de nociones como la justicia, la ontología del ser, etc., afirmar algo así tendría sentido, desde luego, pero si hablamos de los matices de Popper a la epistemología existente, entonces hablamos de ciencia y, por lo tanto, afirmamos implícitamente que la creencia en la existencia de un mundo objetivo es metafísica; o sea, el descojone. Y si lo entendí mal, entonces que me perdone la autora, pero la pirueta filosófico-argumental la verdad es que tiene su mérito, porque cae así, como quien no quiere la cosa. Si se sigue este razonamiento, mal que pueda pesar precisamente a la autora, el solipsismo sería la postura más antimetafísica posible y Paul Churchland sería un metafísico irredento; por poner de relieve dos conclusiones derivadas de dicha noción de la metafísica, como dos ejemplos de tantas conclusiones cuasiantinómicas que habrían podido ponerse de relieve aquí.

Como señalaba, esta postura a la que tanta importancia otorgo está, sin embargo, muy poco explicitada en el libro, aunque flota por todo él como una perspectiva aérea, hasta que en un momento dado, uno se dice de repente: «¡Pero…!», casi acabando. Porque lo de la defensa de la posmodernidad y tal, el rechazo consciente de unos relatos frente a otros a conveniencia… todo eso se ve desde la tercera página. En fin, pretende que lucha contra la metafísica quien se regodea, para teminar ese mismo capítulo sobre Popper, imaginando un regreso de los postulados de Feyerabend a las universidades, obviando que sin un vanguardista «retorno al orden» en el que se aproveche lo que pueda haber de útil en el legado de Feyerabend, todo lo que lega Feyerabend es el caos (y, si hablamos de filosofía de la ciencia, con el caos ya no hay nada más que caos, a no ser que nos dejemos llevar por una interpretación artístico-metafísica y pseudoreligiosa al estilo del hitlerianismo kálkico). Precisamente es eso lo mismo que ocurre con los párrafos más literalizantes de Deleuze o Derrida, que se están moviendo en el terreno en que el caos sustituye a los ejercicios de racionalidad, pero, para no confesarlo a las claras y que aún parezca que queda algo concreto que decir después de semejante arrojarse al vacío (y poder decirlo ellos), lo disfrazan con complicaciones conceptualizantes (que no conceptualizadoras); ese caos cuyo potencial creativo una cierta escuela de la posmodernidad se empeña en proponer como potencialmente revolucionario (en el sentido progresista del término), como si alguna cualidad esencial impidiera que ese potencial fuera reaccionario en lugar de revolucionario, como si no pudiese albergar en su seno un nuevo oscurantismo o todo lo contrario o nada. ¿Qué es la esencialización en positivo del caos más que una forma sofisticada y pseudoartística de metafísica?

Una serie de erratas a corregir en próximas ediciones, si las hubiera:

«La propuesta de curar con conceptos les heridas», en el cap. sobre Adorno (la cursiva es mía).

«Merleau-Ponty se ocupa de ello de un breve ensayo», en el cap. sobre Merleau-Ponty (ídem).

«Hoy, en una sociedad que ya no normaliza sino que genera explota y genera residuos humanos a gran escala, la voz de los sin palabra queda ahoga en la privacidad de la vida cotidiana», (ídem).

Como digo, con intención de aportar futuras mejoras; por lo demás, se trata de un libro cuidado en el aspecto ortotipográfico y errores así, aunque siempre es preferible no encontrárselos, no son ni infrecuentes ni imperdonables en cualquier edición bien acicalada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario