Después del sabor de boca (que no sé adjetivar) que me dejó La trabajadora, tenía dos opciones, seguir
indagando en la gran escritora que se escondía (con ahínco) tras la susodicha
novela, o dedicarme a otros y otras y a otros menesteres, en consideración a la
finitud del tiempo de una vida (la mía, en concreto). Y el caso es que al final
me he decantado por lo primero, lanzándome a la lectura de La ciudad feliz, y, una vez concluída, creo que me alegro.
En mi entrada sobre La trabajadora me preguntaba si Elvira Navarro no se había dejado
seducir por las buenas críticas y había caído en la pereza, y ahora,
independientemente de que esto sea estrictamente cierto, he encontrado motivos
para confirmarlo, puesto que La ciudad feliz, sin ser una gran obra, es de una calidad bastante
superior aquella.
Vuelvo a encontrarme el mismo defecto que se vislumbraba en
las páginas comentadas no hace mucho, a saber, que aunque se nota que Elvira
Navarro sabe escribir y puede domar las cuestiones de estilo, parece obcecarse
en descuidarlo, de modo que el dominio de la técnica está ahí, pero sin pulir.
No se trata de una muestra de ese estilo desaliñado que se convierte en un
estilo sin más, a lo Kerouac, por decir algo, sino de un descuido con todas las
de la ley, no de algo buscado sino (infelizmente) encontrado. Desde luego esa
es la impresión que me da a mí, desde luego, y la confirmo porque en los
últimos capítulos, no sé si por inspiración o porque la autora los mimó como
corresponde, sí que asoma una autora de 9 (me aferro a eso de que el 10 no
existe y de paso me ahorro polémicas de detractores). Esta autora de 9 confirma
que la autora de estilo de 5 es de 5 verdaderamente y no de trampantojo, y que
si quiere puede ser de 9.
El contenido es, sin duda, mucho más rico que en su última
obra. El mundo y la zozobra infantil están perfectamente retratados. A mí, por
lo menos, me deja bastante satisfecho. No sé si es algo intuitivo o detrás hay
un estudio o un conocimiento codificado, pero, desde luego, las actitudes,
motivaciones y zozobras de los niños son supercreíbles, y esto lo consigue sin
que la novela sea infantil o simplista, a pesar de que el punto de vista es
siempre, precisamente, el de los niños. La relación de Chi Huei con su madre es
perfecta (en el sentido de la creación narrativa, entiéndase), las motivaciones
y respuestas de ambos están perfectamente retratados y subyace un motivo
literario que no es baladí, a saber: los padres se sienten culpables ante sus
hijos y, en no pocas ocasiones, su reacción es devolver, a su vez, toda esta
culpa de regreso a sus hijos; a no ser que estos se subyuguen, entonces todo
vuelve a estar bien. Una relación marcada, en el fondo, por una concepción
enfermiza de la propiedad y el poder, ante la que los niños nunca pueden estar
en las condiciones de igualdad que los padres pretenden.
El final de esta primera parte nos deja barruntando
(barruntando bien). Un último episodio bastante efectivo, en el que se nos va
conduciendo hacia unos últimos párrafos rotundos.
En la segunda parte hay un cambio de personaje principal (de
un niño a una niña) y de persona, pasando de la tercera a la primera, lo que
tiene un efecto sorpresivo y renueva el interés del lector en plena mitad de la
novela y, desde un punto de vista más frívolo, introduce un elemento de
modernidad que siempre viene bien si uno se conforma con la autocomplacencia.
No digo que la autora lo haga, solo digo. Y este cambio (el de persona, no el
de personaje) que en principio parece tan bien avenido, se convierte más tarde
en el principal contratiempo para conseguir una narración bien acabada.
Por apuntar algún momento remarcable, me ha gustado mucho,
por ejemplo, la metáfora en la que se compara la rehabilitación de un casco
viejo a la «limpieza de un pescado para su consumo»: «arrancando las partes
comestibles [...] y también las que , pudiéndose ingerir, dan asco: ojos,
escamas».
He disfrutado de ambas partes, con todas sus virtudes y sus
defectos, pero como dije antes, creo que lo mejor de la novela, donde se
vislumbra ya casi en plenitud la gran escritora que es Elvira Navarro, tanto a
nivel de estilo como de contenido, es en los últimos capítulos. Sin embargo,
les pesa la rémora de esa primera persona (del presente, muy importante también
esto) de la que hablaba en el párrafo anterior. Esa primera persona que es una
niña que declara para sus adentros y para el lector:
«De repente, pienso que tal vez compartamos algún tipo de
conocimiento común, y a la vez me da horror comprobar que la secundaria, a la
que aún no he llegado, no sea un seguro contra nada. Y sobre todo me angustia
que tengamos un mismo origen, aunque no es en el vagabundo en quien pienso,
sino en un concepto abstracto o sociológico de los mendigos que no sé cómo
casar con mi historia»,
y en la misma página pregunta a su padre que por qué existen
los vagabundos.
«—¿Todos han perdido a su familia? —pregunto.
—Cariño, hay gente en la calle por una mezcla de muchas
cosas —dice mi madre.
—¿Qué cosas? —pregunto».
La misma niña que unas líneas más arriba decía que no pensaba
en «el vagabundo», sino en un «concepto abstracto o sociológico de los
mendigos» hace ahora la misma clase de preguntas tontas pero sin respuesta que
hacen todos los niños..., ¿y cómo se come eso? Pues de ninguna manera, no se
come. Y esa dialéctica inexplicable es la que mancha las mejores páginas del
libro (digo las mejores desde un punto de vista técnico-objetivo, pues son las
más trabajadas, sin duda, aunque al aclararlo de nuevo creo que estoy siendo
redundante).
Hoy por hoy, ya que todo parece justificarse, alguien podría
venirme con un cuento chino (muy bien traída la expresión para el caso de este
libro) sobre un juego entre puntos de vista y narradores dentro de una
genialmente confusa primera persona. Pero yo no me lo creería porque sería mentira
y si fuera verdad seguiría siendo un experimento fallido.
Pues eso.
¿Opciones?
1) La más fácil habría sido escribir la segunda parte del
libro en tercera persona. El narrador, el punto de vista y el contenido, tanto
a nivel de significado como de significante, apenas habría cambiado. Pero no
molaría tanto, eso sí.
2) Otra opción habría sido cambiar a la primera persona,
manteniendo el elemento efectista, pero recurriendo a una narración en pasado,
de forma que se justificaría que en las expresiones del narrador o narradora se
colasen ya no esas expresiones sino esos conceptos y elucubraciones inéditas en
un ser no adulto (y no les niego a los niños la capacidad de pensar y elucubrar
de forma profunda y creativa, que sería otra cosa, solo digo dos palabras:
«abstracto» - «sociológico».
3) Luego está la opción de haberlo escrito en tercera
persona y en pasado, que no aportaría mayor solución respecto a las otras dos
que el seguir manteniendo el formato en tiempo y persona de la primera parte.
Tampoco me ha dejado del todo satisfecho el final. Se denota
la intencionalidad de un clímax (más en el sentido literario, intelectual, que
en el emocional —de hecho, nada en este sentido—) que no está conseguido, a
diferencia del de la primera parte. Va en muy buena dirección, pero le falta
algo de concreción, esa sensación final de vacío e inutilidad podría atrapar
mucho más y mejor al lector, podría hacerle sentir vacío e inútil, como de
hecho pretende (estoy seguro) y no acaba de conseguir (aunque está ahí ahí).
Puede parecer que estoy vertiendo demasiada tinta sobre algo
no tan importante. Si Elvira Navarro me pareciera una autora más y La ciudad
feliz un libro más para la saca de leídos
del que no me acordaré dentro de poco tiempo, esto sería cierto. Pero yo, si
creo que puede haber excelencia, exijo excelencia. Se trata solo de eso.
He disfrutado de La ciudad feliz y si alguien estuviese pensando en leer a Elvira
Navarro lo recomendaría mucho antes que La trabajadora, pero todos esos defectos formales han estado
rechinando y molestándome a lo largo de la lectura, precisamente porque
alejaban el texto de una excelencia que estaba chupada, prácticamente ahí.
En fin, ánimo, joder: si hay que esperar una gran obra (con
todas esas letras) en la literatura española de los próximos años, sé que puedo
esperarla de Elvira Navarro, pero solo si indaga en los elementos más
remarcables de su escritura y consigue quitarse de encima toda una serie de
atavíos que no estoy muy seguro de dónde vienen (aunque apuntaba a ello en mi
crítica anterior); si lo hace al revés (como deduzco que está haciendo en
virtud de lo contenido en La trabajadora),
me temo que nos quedaremos como estamos.
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