miércoles, 18 de febrero de 2015

Otra vez Elvira Navarro (La ciudad feliz).

Después del sabor de boca (que no sé adjetivar) que me dejó La trabajadora, tenía dos opciones, seguir indagando en la gran escritora que se escondía (con ahínco) tras la susodicha novela, o dedicarme a otros y otras y a otros menesteres, en consideración a la finitud del tiempo de una vida (la mía, en concreto). Y el caso es que al final me he decantado por lo primero, lanzándome a la lectura de La ciudad feliz, y, una vez concluída, creo que me alegro.



En mi entrada sobre La trabajadora me preguntaba si Elvira Navarro no se había dejado seducir por las buenas críticas y había caído en la pereza, y ahora, independientemente de que esto sea estrictamente cierto, he encontrado motivos para confirmarlo, puesto que La ciudad feliz, sin ser una gran obra, es de una calidad bastante superior aquella.



Vuelvo a encontrarme el mismo defecto que se vislumbraba en las páginas comentadas no hace mucho, a saber, que aunque se nota que Elvira Navarro sabe escribir y puede domar las cuestiones de estilo, parece obcecarse en descuidarlo, de modo que el dominio de la técnica está ahí, pero sin pulir. No se trata de una muestra de ese estilo desaliñado que se convierte en un estilo sin más, a lo Kerouac, por decir algo, sino de un descuido con todas las de la ley, no de algo buscado sino (infelizmente) encontrado. Desde luego esa es la impresión que me da a mí, desde luego, y la confirmo porque en los últimos capítulos, no sé si por inspiración o porque la autora los mimó como corresponde, sí que asoma una autora de 9 (me aferro a eso de que el 10 no existe y de paso me ahorro polémicas de detractores). Esta autora de 9 confirma que la autora de estilo de 5 es de 5 verdaderamente y no de trampantojo, y que si quiere puede ser de 9.



El contenido es, sin duda, mucho más rico que en su última obra. El mundo y la zozobra infantil están perfectamente retratados. A mí, por lo menos, me deja bastante satisfecho. No sé si es algo intuitivo o detrás hay un estudio o un conocimiento codificado, pero, desde luego, las actitudes, motivaciones y zozobras de los niños son supercreíbles, y esto lo consigue sin que la novela sea infantil o simplista, a pesar de que el punto de vista es siempre, precisamente, el de los niños. La relación de Chi Huei con su madre es perfecta (en el sentido de la creación narrativa, entiéndase), las motivaciones y respuestas de ambos están perfectamente retratados y subyace un motivo literario que no es baladí, a saber: los padres se sienten culpables ante sus hijos y, en no pocas ocasiones, su reacción es devolver, a su vez, toda esta culpa de regreso a sus hijos; a no ser que estos se subyuguen, entonces todo vuelve a estar bien. Una relación marcada, en el fondo, por una concepción enfermiza de la propiedad y el poder, ante la que los niños nunca pueden estar en las condiciones de igualdad que los padres pretenden.



El final de esta primera parte nos deja barruntando (barruntando bien). Un último episodio bastante efectivo, en el que se nos va conduciendo hacia unos últimos párrafos rotundos.



En la segunda parte hay un cambio de personaje principal (de un niño a una niña) y de persona, pasando de la tercera a la primera, lo que tiene un efecto sorpresivo y renueva el interés del lector en plena mitad de la novela y, desde un punto de vista más frívolo, introduce un elemento de modernidad que siempre viene bien si uno se conforma con la autocomplacencia. No digo que la autora lo haga, solo digo. Y este cambio (el de persona, no el de personaje) que en principio parece tan bien avenido, se convierte más tarde en el principal contratiempo para conseguir una narración bien acabada.



Por apuntar algún momento remarcable, me ha gustado mucho, por ejemplo, la metáfora en la que se compara la rehabilitación de un casco viejo a la «limpieza de un pescado para su consumo»: «arrancando las partes comestibles [...] y también las que , pudiéndose ingerir, dan asco: ojos, escamas».



He disfrutado de ambas partes, con todas sus virtudes y sus defectos, pero como dije antes, creo que lo mejor de la novela, donde se vislumbra ya casi en plenitud la gran escritora que es Elvira Navarro, tanto a nivel de estilo como de contenido, es en los últimos capítulos. Sin embargo, les pesa la rémora de esa primera persona (del presente, muy importante también esto) de la que hablaba en el párrafo anterior. Esa primera persona que es una niña que declara para sus adentros y para el lector:



«De repente, pienso que tal vez compartamos algún tipo de conocimiento común, y a la vez me da horror comprobar que la secundaria, a la que aún no he llegado, no sea un seguro contra nada. Y sobre todo me angustia que tengamos un mismo origen, aunque no es en el vagabundo en quien pienso, sino en un concepto abstracto o sociológico de los mendigos que no sé cómo casar con mi historia»,



y en la misma página pregunta a su padre que por qué existen los vagabundos.



«—¿Todos han perdido a su familia? —pregunto.

—Cariño, hay gente en la calle por una mezcla de muchas cosas —dice mi madre.

—¿Qué cosas? —pregunto».



La misma niña que unas líneas más arriba decía que no pensaba en «el vagabundo», sino en un «concepto abstracto o sociológico de los mendigos» hace ahora la misma clase de preguntas tontas pero sin respuesta que hacen todos los niños..., ¿y cómo se come eso? Pues de ninguna manera, no se come. Y esa dialéctica inexplicable es la que mancha las mejores páginas del libro (digo las mejores desde un punto de vista técnico-objetivo, pues son las más trabajadas, sin duda, aunque al aclararlo de nuevo creo que estoy siendo redundante).



Hoy por hoy, ya que todo parece justificarse, alguien podría venirme con un cuento chino (muy bien traída la expresión para el caso de este libro) sobre un juego entre puntos de vista y narradores dentro de una genialmente confusa primera persona. Pero yo no me lo creería porque sería mentira y si fuera verdad seguiría siendo un experimento fallido.



Pues eso.



¿Opciones?



1) La más fácil habría sido escribir la segunda parte del libro en tercera persona. El narrador, el punto de vista y el contenido, tanto a nivel de significado como de significante, apenas habría cambiado. Pero no molaría tanto, eso sí.



2) Otra opción habría sido cambiar a la primera persona, manteniendo el elemento efectista, pero recurriendo a una narración en pasado, de forma que se justificaría que en las expresiones del narrador o narradora se colasen ya no esas expresiones sino esos conceptos y elucubraciones inéditas en un ser no adulto (y no les niego a los niños la capacidad de pensar y elucubrar de forma profunda y creativa, que sería otra cosa, solo digo dos palabras: «abstracto» - «sociológico».



3) Luego está la opción de haberlo escrito en tercera persona y en pasado, que no aportaría mayor solución respecto a las otras dos que el seguir manteniendo el formato en tiempo y persona de la primera parte.



Tampoco me ha dejado del todo satisfecho el final. Se denota la intencionalidad de un clímax (más en el sentido literario, intelectual, que en el emocional —de hecho, nada en este sentido—) que no está conseguido, a diferencia del de la primera parte. Va en muy buena dirección, pero le falta algo de concreción, esa sensación final de vacío e inutilidad podría atrapar mucho más y mejor al lector, podría hacerle sentir vacío e inútil, como de hecho pretende (estoy seguro) y no acaba de conseguir (aunque está ahí ahí).



Puede parecer que estoy vertiendo demasiada tinta sobre algo no tan importante. Si Elvira Navarro me pareciera una autora más y La ciudad feliz un libro más para la saca de leídos del que no me acordaré dentro de poco tiempo, esto sería cierto. Pero yo, si creo que puede haber excelencia, exijo excelencia. Se trata solo de eso.



He disfrutado de La ciudad feliz y si alguien estuviese pensando en leer a Elvira Navarro lo recomendaría mucho antes que La trabajadora, pero todos esos defectos formales han estado rechinando y molestándome a lo largo de la lectura, precisamente porque alejaban el texto de una excelencia que estaba chupada, prácticamente ahí.



En fin, ánimo, joder: si hay que esperar una gran obra (con todas esas letras) en la literatura española de los próximos años, sé que puedo esperarla de Elvira Navarro, pero solo si indaga en los elementos más remarcables de su escritura y consigue quitarse de encima toda una serie de atavíos que no estoy muy seguro de dónde vienen (aunque apuntaba a ello en mi crítica anterior); si lo hace al revés (como deduzco que está haciendo en virtud de lo contenido en La trabajadora), me temo que nos quedaremos como estamos.


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